martes, 15 de noviembre de 2011

Cho Tchang


Sí, me llamo Cho.
Estoy usando una bombacha rosada
con puntilla blanca.

En la tintorería
almidonan bien
las tablas de mi pollera
para que se mantengan bien rectas
y, al caminar,
se vean como teclas de piano
tocando alguna linda melodía.

Esta, mi piel, es blanca.
Sí,
muy blanca y suave.
Hoy te veo y me la vas a tocar,
despacito.

Me peiné el cabello, bien lacio,
y me hice una media cola
con una hebilla de perlas.

Paso por las vidrieras,
puedo ver a todos adentro,
comiendo, gritando.
Estoy bien, sé que esta noche soy tuya
en ese hotel que reservaste
que a mí tanto me gusta.

Sí, estoy bien.
Sé que sos malo y eso me excita.
Sé que voy a llorar cuando me lo hagas,
y apenas termines me voy a acurrucar
en un rincón de la cama
como un feto, temblando.

La bombacha rosa con puntilla,
descosida, va a estar ahí
al lado de tu campera de cuero,
las dos en armonía.

Después, cuando me seque las lágrimas
podemos ir a comer algo por ahí
y pasear para que nos iluminen
las luces de la ciudad.

Tal vez, después
ir a un boliche
a que nos electrocuten los sonidos
y que las tablas de mi pollera
bailen hasta que se asome mi inocencia.

Sí, soy Cho.
Convidame un cigarrillo,
lo termino y vamos.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Lenny Kravitz me encaró en un pasillo

Lenny Kravitz me agarró de improvisto, en un pasillo, y me encaró. Estábamos en una fiesta privada en una casa y él había ido a tocar un cacho, para hacerle la gamba a no sé quién. El negro estaba con el  look que tenía en su video "Again". Una musculosa gris y jeans rasgados. No estaba como en ese video en el que tenía la musculosa de red. Las cosas en red son para los putos y las putas, y acá no éramos nada de eso, ninguno de los dos.
Lenny me encaró en el pasillo que llevaba al baño. Yo iba al baño, él volvía. Me miró y fue como una revelación. Yo era el amor de su vida y la más grosa en todos los aspectos. Sabía jugar con cada arito que él tenía perforado. Pero le dije "No Lenny, pará, no. No puedo, tengo novio". Después de decir esa frase me dieron ganas de bailar bachata. "No Lenny, pará". Y el negro dale que va. Yo estaba irresistible con ese vaso extra large de cerveza en las manos y con las uñas pintadas de fucsia.
Me pidió el número de cel, pero se lo di mal a propósito. Lenny se fue y yo, campante, me fui a bailar bachata. Fui al medio del living, que funcionaba de pista. Las luces iluminaban toda la casa en colores. Parecía un sueño...

martes, 13 de septiembre de 2011

Tu mensaje ha sido enviado satisfactoriamente

Hola amiga de Facebook:
Hoy contaste en tu estado que estabas contenta porque te había llegado un buen laburo. A cuatro personas les gustaba esto. Yo le iba a poner me gusta, pero tampoco te conozco tanto. Solo sé que sos morocha de pelo lacio, que tenés una hija, que estás juntada y compartimos una materia juntas. Sé también que te gusta mucho el café (exageradamente) y que odiás a Cristina K. porque la otra vez pusiste de estado "Yo no la voté". También sé que escuchás la 100 y que te gusta dar lecciones de vida.

Hola, amiga del FB:
Supongo que te habrá ido bien en ese nuevo laburo y que te divertiste haciéndolo porque pusiste "No hay nada más gratificante que hacer lo que a uno le gusta" (lección indirecta de vida No. 1). Esta noche leí que estabas triste y decepcionada, y pasaste de estar "en una relación" a estar "soltera" (creo que el FB tiene un corazoncito roto al lado del estado para eso, ¿o deliré?). Me imagino que esta noche no vas a poder dormir bien. Está linda tu hija en esas fotos que subiste, es morocha, como vos.

Hola amiga facebookera:
Hoy leí en tu estado "Así de fácil se desliga uno de sus responsabilidades. A la reunión de padres, sola". ¿Cómo te habrás sentido en esa aula, con la maestra hablando en una lengua indescifrable para vos y con toda esa gente mirándote y diciendo "uh, no vino el padre, pobre chica, se ve tan joven y ya con una hija"? ¿Te habrás sentido acompañada? Porque pensé tanto en ese corazón de FB que tal vez aparecí por ahí. Gente prejuiciosa de mierda. No te pongas mal por lo que te dice tu suegra en los comentarios, que "qué mal que anden denigrando al padre de tu hija y que andes ventilando tus asuntos personales por una red social donde todos pueden leer", que "qué feo eso para la chiquita", que "al fin y al cabo él es su padre y se merece respeto". No contestes, andá a Configuración de amigos, tipeá su nombre y elimina a esa vieja criadora de vagos e infieles.

Hola:
Te dije que no le contestes, ¿ves que sos pelotuda? Ahora todo el mundo se mete. Los que te defienden y los que no, y vos quedás como la boluda. ¿Crees que tu comentario va a cambiar las ideas de esa vieja dinosaurio? No, es muy raro que los viejos cambien a esa altura. Ya está, eliminá al hermano también, a todos los de esa familia, te querés seguir torturando con esas fotos, ¿sos boluda, eh?

Hola amiga:
Hoy subiste una foto que decía "No me juzgarán por ser madre soltera". Entré a la página de donde la sacaste y vi que había otras fotos más, con distintas frases... "No me juzgarán por ser lesbiana", No me juzgarán por ganar más que mi marido", etc. No, no encuentro una que se aplique a mí. Qué aburrida que soy, ¿no? Le iba a poner "Me gusta" a tu foto, pero de nuevo te digo que sos una tonta, no la eliminaste a la vieja esa y seguro algo te va a decir, estás alimentando su bronca. Seguro le va a contar todo al tipo, al padre de tu hija. Vi que a tu hija se le salió el primer diente de leche; por la foto, digo. ¿Cuánto le dio el Ratón Perez? A mí me daba $5 en las buenas épocas. Qué aburrida que soy, ¿no?

Hola:
Así que te entró el jean que hace mucho no te ponías. Eso debe ser porque empezaste localizada en el gimnasio, según lo que vi en tu estado la otra vez. Pero me perturba que hayas puesto "hay que verle el lado bueno a esto". ¿Te parece bueno adelgazar a raíz de una depresión? No te mostrás triste, te hacés la superada, pero yo sé que te morís por dentro, porque la otra vez posteaste una canción de Phil Collins. Eso es estar mal. Eso es un acto indirecto. Lo posteás para que lo vea el hermano del pibe este, para que lo vea la madre, para que le cuenten todo a él y toda esa bola. No hagas eso, estoy muy enojada. Me hacés enojar, ¿ves? Ya me cagaste el día.

Hola amiga del Facebook:
Te pido disculpas, me pone mal esta situación. Hoy me acordé de la primera vez que nos conocimos. No te bancaba. No sé qué habías dicho en clase, lo dijiste con soberbia, haciéndote la diva, la grosa, pero en realidad fuiste una forra. Yo les decía a mis amigas que quién te creías que eras, ¿la profe? Fue un lindo momento, ¿no? De esos para escribir en un diario. Es un lindo recuerdo, la primera, la única y la última vez que te vi. Hoy te veo, sí, por el Facebook. Sí, te veo, y seguís siendo media forrita igual.

jueves, 18 de agosto de 2011

Al lado de mi departamento


Sonó el timbre en mi departamento y al principio no lo pude reconocer. Era muy raro que lo tocaran. Agudicé el oído y escuché después la puerta. Unos débiles golpes. La abrí y vi que era la vecina de al lado. Se llamaba Aurora. Siempre fue un poco gruñona, pero agradable cuando podías hablar un poquito más con ella a parte del pago de las expensas. Era la administradora del edificio hacía ya 30 años, pero estos años no habían venido solos y pronto le entregaron la administración a una agencia especializada en el asunto. La miré y tenía más surcada la cara. En la cabeza lucía una vincha que cortaba las canas, caídas en corte carré. No era su costumbre decirte “Hola” cuando te llamaba por alguna necesidad:

-Vení por favor, sacá a estas dos mujeres que están adentro de mi casa. No se quieren ir.

Pasé al departamento. Ya lo había visto en algunas ocasiones que entré a pagar unas cuentas o a ayudarla a cambiar un foco. Todo el ambiente estaba revestido de unos colores sepia, incluso ella. Sentía un aroma a antaño, y se podían escuchar risas, en su momento tan fuertes, que aún retumbaban en ese mínimo espacio. En todas las esquinas había papeles apilados, cartas viejas, impuestos, libretas con nombres y teléfonos. Predominaba el decorado de los años 50 que había llegado a ese departamento para quedarse y que combinaba con la soledad de Aurora. Había bomboneras sobre muebles vetustos, caireles que colgaban de una pequeña araña, tulipas con forma de fuego alzadas por las lámparas.
Aurora entró casi arrastrándose por las paredes, sosteniéndose de cada rincón, y me miró perdida.

-Por favor, sacalas de acá, no se quieren ir.

Entré y miré por todos lados para ver si podía encontrar a estas mujeres.

-Están ahí. Llamé a la policía pero no vino. Les digo que se vayan pero me miran y no dicen nada.

Entré a su pieza, ya desesperanzada, porque ya sabía lo que me esperaba. No había nadie.
Aurora se asomó detrás de mí y apuntó a un rincón en la habitación.

-¡Ahí están! ¿No las ves?

Al verle los ojos llorosos traté de decirle que me iba a encargar de todo, que no se preocupe. La senté sobre un sofá, le puse un abrigo, peiné un poco sus canas y me fui.


Volví al departamento y me acosté un rato, todavía un poco aturdida por lo que había pasado. Pensaba si había comido, si estaba así hace mucho y yo no me había dado cuenta, si era posible que tenga algún familiar, porque nunca había visto que alguien la haya ido a visitar, ella siempre estaba sola. En estado de duermevela, vi dos mujeres que entraban a mi pieza. No me podía levantar. Se acercaron a mi cama y se sentaron en la punta. Me miraban fijo.

-Aurora no nos quiere escuchar, hablale vos, por favor.

Las veía un poco borrosas. Siguieron hablándome.

-Éramos sus amigas.

Tés, tortas y muchas cosas más eran las que compartían con Aurora, me contaron ellas. Todavía no podía definir sus caras. Me hablaban con un tono apacible, pero preocupado.

De repente, entre realidad y ensueño, sentí que salía de mi pieza y entraba al living de Aurora. Las vi a las tres sentadas en ese sofá donde la había dejado a Aurora hace un rato, con un saco de lana encima. Las tres tomaban el té con el meñique en alza. Era como presenciar una escena de Marie Antoinette, llena de colores pasteles y con bocas esbozando sonrisas soñadas. Me quedé allí pasmada, mirándolas en aquel momento lejano, escuchando lo que decían. La cara arrugada de esa mujer que encontré perdida esa mañana se había reacomodado en su lugar, en su juventud. Al contemplar aquel momento de té ante mí, pensaba…

Estabas hermosa Aurora. Todo el ambiente reluce en su color original y entre destellos contás tus historias articulando bien cada palabra.

Aurora contó a sus amigas sobre un hombre y suspiró un poco, un adorable cliché que cerró con un sorbo de té. Miró hacia donde estaba yo, parada en un rincón observando aquella escena, y en un instante en que pasaron imágenes sucesivas delante de mis ojos, me desplacé a otro momento en un pasado un poco más lejano.

Ahora ella estaba cocinando una sopa en la pequeña cocina de su departamento donde solo entraban las primeras dos letras de su nombre. Yo la observaba desde la puerta, un poco escondida.

Para vos era todo un sufrimiento cocinar…

Le expresé, pensando que tal vez me escuchaba, esa conclusión a la que había llegado al ver el menú y los escasos recursos en esa cocina.
Parecía un día cualquiera, pero no lo era. Aquella Aurora del pasado y yo nos enteraríamos de eso después.

Tenía mi mirada clavada en el desapego con el que cocinaba. Tiraba las verduras sin ganas y miraba, aburrida, el molino de sopa que ella misma armaba en la olla con el cucharón. Mi hipnotismo con aquella escena se rompió al ver que la mano de un hombre se asomó y se posó sobre la de Aurora. Las dos manos, una sobre la otra, revolvían esa sopa insulsa con el cucharón, mientras el calor del vapor empezó a desatar otras sensaciones. Aurora me miró en ese momento y me contó, con complicidad:

-No lo amaba, pero me acariciaba con suavidad las manos y los hombros cuando le cocinaba. Nos tocábamos en la cocina. Él me apoyaba contra la mesada y me dejaba suspendida en el aire, con su mano debajo de mí. Más de una vez se me quemó la cebolla que estaba rehogando. Eso nos daba un gusto amargo en la boca. Se llama Román.

Me desperté un poco sobresaltada. Vi que alrededor no había nadie. Trataba de comprender mejor esas imágenes que había visto, pero algo por dentro me decía que me levante de esa cama y que vaya a ver cómo estaba Aurora.
Toqué la puerta y no me atendía, entonces decidí pasar directamente. Escuché su voz, hablaba con alguien. Ella estaba sentada con las manos en las hornallas que hacía mucho no se usaban. Me miró.

-Hay que preguntarle al cura si va a atestiguar. Preguntale vos. No entiendo lo que me dice. Yo ya le dije todo a la policía. Él ahora tiene que hablar. Él sabe.

- ¿Qué es lo que sabe?

- Que Román no estaba conmigo cuando se incendió la cocina. Yo me había ido a la iglesia. Lo encerré ahí porque le dije que hasta que no me cocinara él, no lo dejaba salir. Solo fue un rato. Fui a confesarme y volví. Fue solo un ratito. Preguntale por favor al cura si va a atestiguar.

Esta vez la senté en la cocina. Le pregunté si no quería tomar algo, pero ella no tenía hambre. Le puse el saco. Me fui.


Cuando entré a casa sentía aún su esencia impregnada en mi ropa y hasta en mi piel. Ya era la medianoche y no podía dormir. Estaba viviendo su vida, ese mismo día. Su senilidad se transformó en mi conocimiento. Todos sus recuerdos se transfirieron a mi mente con solo haber entrado ese día a su casa. Tenía sed de su historia. Sentía que era mía.
Román. Fue casualidad haber adivinado ese nombre. O ese nombre traspasó las paredes que me dividían de Aurora.


Al otro día me levanté a trabajar. Prendí la computadora y me quedé mirando la pantalla un buen rato, con los ojos humedecidos y unas cuantas marcas de sábana en la cara. En un día, mi vida se convirtió en la de otra persona.
Fui a la cocina a poner la pava para hacer unos mates, y mientras sostenía el mango, sentí una mano sobre la mía. Cerré los ojos y sentí cómo la mano bajó hasta mi vientre. Me acariciaba despacio. Estaba enredada entre esos brazos. Perdida. De repente me dio una puntada en el estómago. En un impulso abrí mi puerta y toqué la de Aurora, desesperada. Ya no esperé a escucharla ni que me diga que pase. Entré y la vi en el mismo asiento donde la había dejado, desnuda desde las caderas hasta los pies. Tenía los pezones erectos y se tocaba el vientre. Miré hacia abajo y sobre sus piernas caía sangre. Me miró sonriendo.

-Me dijo que mis manos eran locura.

-Aurora…

-Llamá a mi sobrina por favor. Elizabeth.

Dirigió la vista a la mesada. Vi una libreta con números de teléfono y busqué aquel nombre. Mientras hablaba con Elizabeth, hojeaba la libreta. Encontré una letra puntiaguda que no se asemejaba a la que se usó para anotar el resto de los nombres. Román. Sentí unos dedos sobre mi cabello y una respiración en mi cuello.

-Sus manos…

En la libretita anoté el nombre, Román, y formé varias palabras con esas letras:

Mano

Amor

Roma

Mora

Ron

No

Man

jueves, 7 de julio de 2011

Biografía de una higuera

La entrada de la casa de la nona estaba cubierta de parrales y plantas con nombres que me pronunciaron varias veces y no sé. Esta entrada era una leve pendiente de tierra que empezaba en la acequia y terminaba en la camioneta Dodge celeste de los 40. Más allá de la Dodge estaba el tanque de agua de repuesto, y al lado, una higuera agonizante. Yo sé que a mi prima nunca la llegué a conocer bien, solo tenía leves flashes de una lucidez infantil.

La nona siempre regaba las plantas a las 7 de la tarde porque era ese el momento en que la municipalidad dejaba utilizar el agua para eso, contribuir con la fotosíntesis de la flora. Siempre que iba hasta la higuera pasaba por la Dodge y la mojaba, sin querer, porque el espacio que dejaba la Dodge era angosto y no había forma de pasar tranquilamente sin salpicarla un poco. Y en parte lo hacía queriendo también, porque estaba harta de esa chatarra. Mi prima tenía nombre y vida de canción.

Y era en ese momento en que salía el nono, apenas escuchaba el bombardeo de gotas sobre la chapa. Se acercaba a gritarle a la nona que cómo iba a mojar la camioneta que con tanto esfuerzo compró, que tantas cosechas ya llevaba encima. Y mi prima tuvo muchos noviecitos; les daba besos a escondidas en el club, tenía 14 años, mientras que yo jugaba a las muñecas. Y quién sabe qué otras cosas más hacía ella. Se escuchaban grandes historias. Mi prima fumaba porro en camas ajenas. Mi prima lo ponía con la boca como ninguna. Mi prima tenía un piercing en un pezón. Pueblo chico, infierno grande.

Y como la nona peleaba a los gritos con el nono, y la conversación terminaba en “otra vez puchero, mejor hacete una pizza”, la nona se iba como tiro a la cocina a pelar las verduras para apaciguar aguas, calmar nervios, y poner todo en la olla a presión. Y el agua nunca llegaba a la higuera. Olvidada, seca. Yo sé que mi prima salía a las noches mientras yo dormía, pero no decía nada porque mientras estaba afuera meta besos, me comía sus chocolates.

El agua de la manguera no llegaba nunca a la higuera, nunca, ni un día. De vez en cuando llovía y daba algunos higos, que después se despedazaban por la piedra, y no había bombas en las nubes ni cruces de sal que los salven. El viento zonda la golpeaba, caliente, quemándola despacio. Volvía todos los años y estaba ahí. Agonizante. Un día mi prima se encerró en el baño, se arrancó los pelos y corrió rápido para escapar de todo, sin mirar al cruzar las calles.

La higuera siempre quiso ser dulce. La Dodge fue vieja en todos los tiempos. Mi prima anduvo con un gran señor que le compró anillos y cadenas destellantes, que lo opacaban todo, lo opacaban todo.

jueves, 23 de junio de 2011

Garúa


Toda gran lluvia presagiaba un corte de luz en aquella cuadra, por eso al equipo de EPEC no le pareció raro tener que transportarse a la mañana temprano hasta la Peredo e Independencia, después de la tormenta eléctrica que dejó unos cuántos árboles caídos y tres muertos.
Eran seis los asignados esta vez. Como era de costumbre hace ya un año, Gustavo Corrientes no llegaba aún a la central, así que directamente lo pasaron a buscar por su casa. Se completó el equipo. Gustavo subió a la camioneta con unos mates que traía preparados de su casa y siguieron camino hasta la manzana afectada.
Llegaron y levantaron una de esas compuertas que están sobre la vereda y que a muchos les da miedo pisar. Ya era un horario en la mañana aceptable para levantarse y muchos estudiantes de la cuadra se asomaron a sus ventanas tanteando la amplitud del corte. Algunos apuraban desde arriba a que se solucione el problema, otros se asomaban a ver lo que había debajo de esas compuertas que raras veces se abrían.
A través de una escalerita amarilla, el equipo se adentraba al mundo de cables y transformadores. Sacaban incontables herramientas de la camioneta. Las introducían al pozo. Entraban y salían, y Gustavo Corrientes acompañaba esta oxidada sinfonía cebando mates. Tomaba uno, pasaba otros y entretenía la vista con señoritas recién arregladas para ir a la facultad. Ahí sentado en la camioneta, veía también cómo garuaba. A pesar de que era temprano, se percibía la oscuridad de un atardecer. Gustavo miraba cómo rociaban el parabrisas esas gotas finas, recordaba que así fue aquel día, el día del accidente.
Un corte en Nueva Córdoba, un poste al que tuvo que subir, una explosión que lo hizo caer, golpe en seco con la cabeza y una fractura de cráneo de la cual salió gran parte de su cordura. Los diagnósticos del médico indicaban que Gustavo sobreviviría perfectamente a la fractura, pero que sufriría de varios trastornos de personalidad debido a que el golpe se localizó en el lóbulo temporal izquierdo. Le dijeron que probables consecuencias podrían ser la pérdida de la líbido, de la cual Gustavo se libró; la obsesión, factor que explicaba claramente su necesidad incipiente de mateína; la pérdida de sentido del humor, que se convirtió en extrema agresividad ante cualquier muestra de felicidad que reflejara cualquier ser a su alrededor, incluso el perro.
Gustavo nunca le hubiera levantado la mano ni su mujer ni a sus hijos. Nunca se hubiera tomado un mate, ni siquiera dulce. Nunca hubiera sido el último en llegar a su trabajo, ni el primero en hacer nada en los cortes de la Peredo e Independencia. Amaba a su familia. Odiaba los mates. Conocía de memoria el procedimiento para volver a activar la luz en esa manzana, conocía aquel pozo más que lo que ahora pasaba por su cabeza.
Hoy, ese día era ideal para ser vivido. Era el día perfecto de tristeza y amargura colectiva. Un día de lluvia, su mujer no andaría regando las plantas afuera y cantándoles, entonces no tendría sentido agarrarla del pelo para patearla en los costados, como cuando veía reflejada la alegría en su delicada cara bajo el sol. No escucharía a los chicos gritar desde el patio mientras estaban jugando, y no tendría que desconocerse ante aquellos ojos llorosos después de una gran paliza. Se podría preparar unos ricos mates y comer unas tortafritas.
Aquél era un buen día para vivir. Era un gran día para su existencia.

martes, 14 de junio de 2011

Linked across

Decidí escribirte una canción
con mucho frío como el de esta mañana.
Decidí ver por la ventana,
dejar que las gotas rozaran mis manos gélidas.
Nada armónico puede salir de esta mañana
ruidosa con los perros de la cuadra
ladrando a cada rato.

El cactus flaco
que busca sol todas las mañanas
ya está doblado y sigue esperando.
El potus crece,
para abajo,
de un verde fuerte
que nació los días en que habitaste este departamento.

Hay un colectivo que dice Andesmar,
una nena abajo
que pisotea las manchas de aceite
y una valija rota
con un nombre tachado.

Desde que aprendí a hacer corazones
con el teclado de la compu,
los dibujo en cada final de un i-meil o mensaje,
al lado de mi nombre.
Pronto le voy a pedir a una amiga
que me enseñe a hacer las estrellas.

Cuando mires para arriba,
desde la ventana que da al patiecito,
vas a ver estrellas que pronto te voy a dibujar.
Mirá más cerca,
por ahí están los más queridos
que siempre te acompañaron.

Al “sí” lo guardé en un frasquito
para dártelo en algún momento,
con el perfume que te gusta.

A las camisas las llevás planchadas,
las zapatillas limpias,
y la barba afeitada en forma angular.
Te doy un beso
en cada corte que te dejo la yilet.

Todavía no subís,
todavía no es el día,
pero yo te veo.
Entre molinos blancos de viento
vas desplazándote
y se siente tan lindo volar…

No me salió la canción,
pero te dedico una.

Ya me van a enseñar a hacer bufandas
para los inviernos que congelan las orejas
y sonrojan las narices.
La tuya va a ser de color verde,
como el color que me dejaste
cuando te fuiste.

domingo, 22 de mayo de 2011

Lombrices solitarias

Recostada sobre esa camilla, con un sol eléctrico inmenso sobre su cabeza, veía asomarse metales desde todos sus alrededores. Sentía cómo manipulaban su cuerpo de a poco, cómo se dibujaba una línea bien recta sobre su estómago. Reverberaban líquidos de sagrados colores por sus costados. Una leve neblina se posaba sobre su cara y veía ojos por doquier. Unas nubes acariciaban su piel, dejando pelusas que hacían cosquillas. Las náuseas de a poco se iban y escuchaba atentamente algunas voces que sonaban sobre ella, más apacibles y sin querer lejanas.

Una mano la tocó, una mano distinta. Una mano que le decía que nunca más volvería. La vio sobre su cabeza, toda nublada, y leyó en ella un corazón abierto. Las imágenes empezaban a pasar como diapositivas pixeladas. Un colectivo que pasaba por unos edificios enfermos. En una plaza, dos perros haciendo el amor bajo un sol de mañana. Ella se veía reflejada en la ventanilla y si la mirabas de afuera, podías ver palomas que atravesaban su cabeza.

-Esos perros bien podríamos ser nosotros, pero sin el amor. -Le dijo él cuando se le sentó al lado.

Ella responde, -Nosotros seríamos otra cosa. Seríamos más como un parásito en el estómago que se alimenta de cosas dulces y va creciendo cada vez más. Y después te duele la panza y te lo tienen que extirpar. Seríamos eso. Sí.

Él la mira y dice:
-Vos entrás sola. Yo me voy a quedar afuera un rato nomás, después me voy a ir. No te quiero ver boluda después de la anestesia.

La mano seguía ahí, sobre ella, y las diapositivas seguían pasando. Vio el día en que la enfermó el olor a basura que sentía salir de la boca de él. No aguantaba más sentirlo cerca, veía la gran nube de respiración. Esas palabras que salían con olor a rancio.

La voz decía:
–Estuvimos haciendo un recorte de personal porque la situación no es buena, como ya sabrás. Creo que tu puesto es uno de los que van a sacrificarse en este caso, por más que nos duela. Pero como siempre te dije, estoy dispuesto a ayudarte para lo que necesites. Y no quiero que me malinterpretes por lo que pasó la última vez en la fiesta de fin de año, pero sí, estoy dispuesto a ayudarte si vos también estás dispuesta a ayudarme, por supuesto.
Y bla bla bla bla bla, y asco.

Y la mano estaba ahí. Lo veía todo a través de ella. Esa línea de la mano que alguna vez le dijeron que era ella y que la que cruzaba era la de otra persona. Salvo que ella tenía unos pequeños pliegues que cortaban la línea de la tan esperada o ya llegada persona especial. Y lo veía venir, la escena del cuchillo.

Estaban comiendo unos fideos. Él le dice:
-Cortala con ese laburo, cortala, el tipo te quiere coger y nada más.

-Y qué tanto te molesta si vos bien que te cogiste a la pelotuda del call center.

Y volaban cuchillos, tenedores, platos, vasos. Y se revolcaban en una gran mezcla de sed y hambre de algo más. Lloraban y se preguntaban qué hacían juntos. Gritaban su felicidad de pobres. Todo terminaba en un abrazo y un beso, como los que se dieron por primera vez.

La mano quedó abierta y sabía que era la última vez que la vería. Vio en ella su estómago abierto al medio, los guantes separando capas de piel y grasa y revolviendo intestinos. Los doctores y enfermeras traspirando y balbuceando. La mano se metía dentro de ella y sacaba un gran gusano negro y baboso, que chillaba y se movía con desesperación.

Ella pensaba:
-Te lo extirpan y todo se termina Julia. Te lo extirpan y todo se termina.

viernes, 13 de mayo de 2011

No sos tangible a mis ojos

1
Todavía escucho
la mandrágora que chilla
su cabeza de mandioca
la mandrágora dragón
me escupe su fuego y lo siento
me escupe dentro
chillona mandrágora
curás su dolor
callás el mío
y desde adentro yo chillo
te chillo dragón

2
El festín está listo
ya todo está servido
tu fruta prohibida
el pavo que suda
maldita uva
llamando a la tentación
cerrá tus manos
no quiero que me mires
cuando mis dientes la rajen
rajen su piel suave y débil
y chupe su jugo
y trague su corazón

3
Pompones blancos
pompones sin vida
pelusas de la muerte
mis lágrimas caen en su honor
mi dignidad se reclina ante ustedes
mi dignidad fluye
a través del hueco en mi cráneo
acariciando la carne fresca

4
Metales del diablo
me van penetrando
me duele el pelo
me duele la uña
me duelen las cejas
las pestañas
los mocos que caen
las gotas de sudor
y me da lástima tu movimiento
tu fuerza
y lloro por vos

5
Apareciste dentro de mí
como una semilla que plantó Lucifer
como una semilla que regó Judas
como una planta que fertilizó Dios
y me llevan lejos
lejos de vos
lejos de los que amo
lejos de los que no me aman
sé que sufriré menos
donde se escucha el rechinar de dientes

6
Mi sueño se derrama
al derramarse mi río bermejo
vivo en mi barba blanca
en mis coronas de oro cincelado
con rubíes y zafiros incrustados
en alas tornasoladas
en cuernos enrulados
todas esas cosas pasan
fluyen a través de mi río
el río que se derrama al derramarse mi sueño
mi río bermejo
en el que vivo

7
De que sirven tus hadas
tus lecciones de vida
tu moral, tu presencia
tu voz de persona correcta
tu bigote bien cortado
tu uniforme bien planchado
se te derrumba la casa
se te cae la estantería
te come el piso
basura
comida de ratas

8
Y en tu lecho nací
y en el mío vos falleciste
tengo tu fruto en mí
se lo llevaré al gran señor
tu talismán y el suyo ahora es mío
mi pase a la verdad
la verdad me espera allá
en los bosques encantados
donde las almas bailan desnudas

9
Sirvientes de la humildad
protéjanme
entre las ropas lleven los panes
luchen por su libertad
entre las ropas lleven las armas
con las que harán la paz
no se confundan
renuncien a la obsecuencia
sus lenguas se doblarán
y darán la gran noticia
sirvientes de la humildad
¡protéjanme!

viernes, 6 de mayo de 2011

Coiffeur

Hacer eso. Agarrar el peine. Sentir las miles de puntas incrustadas en el cuero cabelludo, raspando cada raíz, abriendo surcos, surcos para enterrar lo nuevo. Rascar y rascar los recuerdos. Abrir los surcos, que salga lo viejo, que entre lo nuevo. Que las cáscaras no obstruyan el paso. Que el fluido de la vida no se coagule. Que se saquen esos pelos, uno por uno, desde adelante hacia atrás. Los cortos y los largos. Sacarlos de uno a uno. Que circulen las gotas de ese fluido, que corran por los surcos, que se desangre la memoria. Maldita peluquería; malditos peinados de circo. Y cuando ya no baste con el peine, que ayuden las uñas, que rasguen desde raíz las membranas que cubren el centro. Que se saquen las membranas de una a una, hasta tocar el cráneo duro. Que se quiebre esa membrana maciza, que la partan al medio de una vez. Que ya no se aguanta la picazón, ya no se aguanta. Rascar y rascar, con el peine, con las uñas, que los surcos se abran, que corra el fluido de la vida, que se saquen los pelos de uno a uno, que se rasguen y se quiebren las membranas, que me pica el recuerdo.

sábado, 26 de marzo de 2011

Lo que mata es la humedad

Un día martes, Lupe se despertó sola por primera vez. Estaba en su pieza pintada de color amarillo, con mariposas colgando arriba de su cama. Estaba acostada, esperando a que venga su mamá a despertarla para ponerle el guardapolvo, los zapatitos, y que después la lleve a la mesa para preparar la leche. Esperó ahí unos minutos, pero su mamá no venía. Se cansó de estar recostada en la cama, iluminada por un inmenso sol que se filtraba a través de su ventana americana, y se fue a ver si su mamá ya se había levantado. Cuando entró a la pieza de sus padres, se sorprendió al verlos allí, todavía durmiendo. Siempre que Lupe se levantaba, su papá no estaba porque iba a trabajar temprano. Sin embargo ahora él estaba ahí, al lado de su madre, con una pierna fuera de las sábanas. El calor del día ya había empezado a humedecer sus caras. El despertador sonaba fuerte, cada diez minutos, y recién ahora Lupe lo podía escuchar. Lo apagó y siguió observando a sus padres. El papá largaba ronquidos estrepitosos de vez en cuando. La mamá había cambiado de posición. Lupe los sacudió un poco. Repitió "mamá", "papá", unas cuantas veces. Les pellizcó los brazos y la pierna expuesta al padre. Ellos no se despertaban. Fue al comedor y se quedó parada ahí un rato, mirando la heladera.
Después fue a su pieza y se empezó a vestir. Sacó el guardapolvo de la percha, los zapatos lustrados de abajo de la cama y después fue al baño a hacerse los últimos retoques. Se hizo una colita despeinada, con dificultad, y fue al comedor a prepararse el desayuno. Sacó la leche de la heladera y unas galletitas dulces de una de las alacenas. Puso un individual en la mesa y se quedó ahí sentada, con el vaso de leche en la mano. Miró los muebles, bordeó con su dedo el individual unas cuantas veces y después trajo de la pieza su mochila. Se sentó en el sofá con la mochila al lado. El guardapolvo se iba arrugando de a poco y la humedad del día no ayudaba a mantener el aspecto pulcro de Lupe, ni a disimular la maraña de cabellos que tenía en la cabeza.
Fue a ver si sus padres ya se habían despertado, pero aún seguían dormidos. La mamá ahora estaba boca abajo. Escuchó afuera a la vecina que recibía al sodero, después sintió los golpes en su puerta y abrió. Venían a dejar unas sodas que sus papás habían pedido. Ella las recibió y se despidió con simpatía del sodero. Dejó las sodas arriba de la mesada y se sentó de nuevo en el sofá. Empezaba a sentir los primeros signos de aburrimiento del día, así que fue a buscar su muñeca favorita a su habitación. Paseó a la muñeca por todas las instalaciones de la casa, la presentó a sus padres, se disculpó porque estaban durmiendo y no podían saludarla como era debido, y la dejó de nuevo en la repisa donde estaba. Ya se había hecho tarde, eran las doce y Lupe empezaba a tener hambre. Abrió la heladera para ver qué había y encontró un pedazo de tarta. Puso tres individuales en la mesa, por si sus padres se despertaban, y también uno más para que la muñeca comiera con ella mientras estaba sola. Prendió la tele para ver los dibujitos, volvió a bajar a la muñeca de la repisa y se acomodó en la mesa. Le contó a su muñeca lo que ocurría en cada capítulo que pasaban por Disney Channel, las características principales de los personajes y también le mostró los juguetes de las publicidades que quería para navidad. Ya cansada de contarle las cosas a la muñeca, Lupe se fue a su cama y se quedó recostada hasta dormirse.
Se despertó unos minutos después y fue a ver a sus padres. Seguían acostados sobre la cama sin dar señal alguna de que tal vez, en poco tiempo, se levantarían porque sus cuerpos ya no aguantaban más estar sobre esa cama de sábanas humedecidas. Agarró el pañuelo de su papá que estaba en la mesita de luz y le secó algunas gotas de transpiración. Antes de salir de la habitación prendió el ventilador en mínimo. Cuando pasó por su pieza vio lo desordenada que estaba su cama. Pensó en lo feliz que haría a su madre si dejaba todo listo para cuando ella se levantara. Sacó las sábanas, el acolchado y tiró el almohadón al piso para tenderla. El colchón había quedado pelado y a Lupe se le cruzó una idea por la cabeza. Se acordó de cuánto disfrutaba saltar en la cama, pero también recordó cuánto le molestaba esto a su madre. Fue despacito hasta la puerta, miró a través del pasillo y vio al fondo la pieza de sus padres, donde ellos dormían aún plácidamente, con las sábanas pegadas al cuerpo. Lupe cerró la puerta de su pieza con mucho cuidado y empezó a saltar desaforadamente sobre el colchón.
Unos segundos después tocaron el timbre. Dudó en bajarse de la cama por un momento, pero después la curiosidad la llevó a atender la puerta. Dio un gran salto al piso y fue corriendo hacia el comedor. Abrió la puerta y vio a un hombre de camisa a cuadros y pantalón de vestir. Escondió su simpatía, ya que nunca antes lo había visto. El hombre, de cara amable y apacible, sólo podía ver la carita de Lupe asomándose detrás de la puerta y una mirada de sospecha y timidez. También podía ver un zapatito charolado que se asomaba por debajo, con algunos raspones en las puntas.
-¡Hola! ¡Qué grande que estás!
Lupe miraba fijo aquella cara, sin pronunciar palabra.
-Me presento. Me llamo Carlos. Vine a buscarte.
Ella seguía detrás de la puerta, demostrando su desconfianza.
-Hablé con tus papás ayer, me dijeron que hoy te tenía que cuidar.
Lupe no entendía muy bien lo que estaba ocurriendo. Lo miraba y la cara de ese hombre no le parecía conocida, pero igualmente empezaba, de a poquito, a mostrarse.
-No te conozco.- dijo Lupe.
-Yo trabajo con tu papá hace mucho tiempo. Sé que tu papá anda cansado, entonces le dije que no se preocupe, que descanse con tu mamá en su casa y yo me encargaba de vos. ¿Te gustan las plazas? Hay una muy linda por acá cerca.
-Sí, me gusta ir a los juegos.
-En esta plaza hay muchos, si querés podemos ir a conocerla.
-¿Qué tenés ahí?- Lupe había visto que detrás de él, en su mano, llevaba algo de color rojo.
-Esto es algo que traje especialmente para vos.- Él sonrió, se agachó para estar a su altura y le ofreció un chupetín grande con forma de corazón. Lupe agarró con timidez el chupetín, pero después sucumbió a tan bella golosina y le sacó la envoltura contenta. Lamió el chupetín unas cuantas veces.
-Voy con vos si me dejás llevar mi muñeca.
El hombre asintió y esperó a que Lupe la fuera a buscar. Ella salió de su casa, cerró la puerta y subió a la camioneta gris en la que el hombre de camisa a cuadros había venido.
Dos días después los padres de Lupe despertaron en el hospital. La mamá preguntó aturdida a las enfermeras dónde estaba, dónde estaba su marido y su hija. Cuando levantó la vista vio a su marido en la cama de al lado. Hacía cincuenta y cuatro horas que habían visto a Lupe salir de su casa con su muñeca, gran compañera de aventuras.

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viernes, 11 de marzo de 2011

Mango en mano

El 3 de agosto de 1887 cayó un meteorito al lado de la choza de Cuapeí. No era un gran meteorito, simplemente algo que a Cuapeí le pareció ser una roca que salió desprendida de la tierra, arrojada con furia desde abajo por Ñanderú, el Gran Padre, el Creador. Arrojada desde el suelo, para que se elevara hasta el cielo de los dioses, se encendiera en el camino, y al caer, perforara la cabeza de Tuepá.
Tuepá era un joven que vivía en la choza de al lado, era amigo de Cuapeí. Los dos habían nacido y crecido juntos, sentían un gran afecto por lo compartido, pero sabían que sus almas eran distintas. Tuepá tenía el alma del Yaguareté, violenta y cruel. Cuapeí, alma de colibrí, benévola y generosa. A pesar de estas diferencias naturales, la amistad nació en ellos, y con el tiempo Cuapeí pensó que podría llenar de bien el alma de Tuepá. Pero las últimas reacciones de Tuepá habían demostrado que no hubo influencia alguna en su personalidad. Tuepá había sido un desagradecido y descarado con el Creador. Como buen cazador, sabía que debía matar por lo justo y necesario, pero su naturaleza lo llevó más allá.
Una tarde en la que salieron a recolectar frutos, habían ido a refrescarse al río un rato. Tuepá vio una familia de carpinchos agazapada entre unas rocas al costado del río y se acercó. El carpincho salió asustado cuando los vio acercarse, y dejó en descubierto sus tres crías. Tuepá agarró una de ellas, la observó fijamente a los ojos. La cría chillaba y quería soltarse. Tuepá agarró su cabeza y la cortó, como si estuviera cortando un mango recién maduro. Cuapeí quedó sorprendido ante lo que había hecho, le preguntó a Tuepá por qué lo hizo, le dijo que no mató a ese animal por necesidad, y que debía rezar a Ñanderú por esa alma que se había robado. Debía pedir perdón. Tuepá tiro el cuerpo y la cabeza de la cría al suelo, al lado de los demás carpinchos. Miró a Cuapeí y siguió hasta la orilla del río a limpiarse las manos que tenían la sangre caliente del carpincho.
A la mañana siguiente Cuapeí estaba en la choza de Tuepá, mirando el cuerpo y el hueco en el centro de la cara de su amigo que ya había dejado de humear. Era temprano y Tuepá estaba durmiendo cuando Ñanderú tomó revancha. Cuapeí miró a Tuepá paralizado por un momento, y luego salió corriendo. La desesperación le dio velocidad suficiente para escapar de lo que había ocurrido. Emitía sonidos raros al correr. No podía mantener el ritmo de su respiración. A pesar de que tenía tensionados los brazos para impulsarse, su cuerpo temblaba, entero. En un momento no pudo controlar sus movimientos. Tropezó torpemente y cayó al suelo. Abrió los ojos. Todo era verde. El chaco paraguayo se mostraba en su máximo esplendor. La sequía había cesado hace sólo algunos días y los pastizales se levantaban hasta tapar el cuerpo caído de Cuapeí. Se quedó tirado un tiempo. Sintió su pecho, exaltado. Creyó sentir lo mismo de la tierra, sintió temblar el suelo fresco. Cerró los ojos y empezó a llorar como nunca lo había hecho. Se sintió avergonzado de haber desafiado a su padre, y empezó a sentir el miedo de haber sido cómplice y lacayo de un despiadado sin causa. Sintió el miedo de la venganza del Creador. Ahora era su turno.
Se levantó rápido del suelo y observó a su alrededor, miró cada piedra que había en el suelo, las ramas de los árboles, levantó la vista hacia el cielo. Luego fue corriendo hasta la choza de Tuepá a agarrar la piedra maldita. Cuando entró, el cuerpo de Tuepá ya no estaba dentro, lo habían sacado para enterrarlo, y se podía ver el hueco en la tierra, justo donde estaba apoyada su cabeza. Metió su mano y sacó el meteorito, el arma del castigo. No era una roca cualquiera. Tenía otro peso y un color extraño, y olía a algo que nunca había olido. Resolvió que ese era el olor de la furia infernal de Ñanderú. Recordó los castigos que su tribu había recibido de su Padre. Recordó el calor agobiante de aquél verano que redujo a un arroyo el gran río Paraguay, las heladas que congelaron los pocos cultivos de batata, mandioca y zapallo de aquel invierno, los diluvios que inundaron sus chozas de madera y barro en la ribera. Todas esas inclemencias de la naturaleza habían dejado una enseñanza en su tribu, habían purgado un pecado de su comunidad y les había dejado en claro que era Ñanderú quien decidía su destino. Pero ninguno de estos castigos fue tan fatal ni trágico como el que había ocurrido a sólo unos metros de su hogar. Cuapeí conocía la muerte, pero nunca la vio en esta forma. Nunca pensó que vería este tipo de muerte tan violenta, en manos del ser más bondadoso. Nunca pensó que las acciones de un simple hombre podrían haber despertado semejante furia.
Sostuvo el meteorito por unos minutos, luego lo dejó en el suelo, y en posición fetal rezó a llantos. Con los ojos cristalizados observó el meteorito por última vez. Decidió llevarlo encima toda la vida para recordar lo que había pasado y lo que le podía llegar a pasar. Anduvo perdido durante muchos días. Después de la muerte de su amigo Cuapeí no tenía con quién compartir el descubrir del mundo. Iba solo a cazar y su distracción no le permitía concentrarse en su objetivo, ni ser sigiloso, ni observar con atención. Estaba más preocupado por todo aquello que lo rodeaba, los pequeños ruidos que escuchaba, los ecos que resonaban en la selva. Sólo por un tiempo decidió superar ese miedo a Ñanderú y salir a hacer sus tareas de indio Guaraní, de indio cazador y cosechador. Pero luego de un tiempo se dio cuenta de que de nada servía, ni siquiera podía cortar una fruta, sus ojos se perdían en la profundidad del cielo, e imaginaba las cosas que allí arriba podrían haber estado ocurriendo, veía la mirada acusadora de su Padre en cada rincón de nube, sentía su rencor en cada batir de alas, en cada movimiento de ramas y hojas. De nada le servía estar dentro de la choza tampoco, la ira de Ñanderú había entrado perforando la vida de Tuepá, en su propio hogar. Las noches de tormenta se volvían desesperantes para él, no aguantaba el sonido de las gotas gordas que chocaban contra la paja del techo y el barro de las paredes. Ese miedo que empezó esa mañana del castigo se había implantado en él para quedarse. Una noche pensó en volver al río, donde todo aquello había empezado. Tal vez allí encontraría alguna señal de su dios que le indique lo que debía hacer para redimirse.
A la mañana siguiente se acercó al mismo hueco entre las rocas donde habían visto a los carpinchos. No había nada, ni siquiera los restos del carpincho decapitado. Se sentó a la orilla del río y observó el brillo de las aguas del río Paraguay. Todavía se sentía el viento fresco del amanecer, y el sol salía de entre los pindós y los mbocayás, y se mimetizaba con las flores amarillas de los yvyra pytá. Admiró la belleza de su lugar de otra forma esta vez. Algo en él había . Mientras miraba al horizonte sintió unos ruidos detrás de él. Se dio vuelta exaltado, y vio dos carpinchos, no tan grandes. Los miró fijamente, como lo había hecho en su momento Tuepá. No estaba equivocado, sabía que eran los carpinchos a los que Tuepá salpicó con la sangre de su propio hermano. Los carpinchos se quedaron quietos por un momento, con los ojos sobre Cuapeí, y luego de que él hizo un movimiento para acercárseles, salieron corriendo entre los yuyos. Cuapeí corrió detrás de ellos, buscando su señal. Uno de ellos se adentró en la selva y Cuapeí lo siguió en su ceguedad. El animal se escurría entre las raíces de los árboles mientras Cuapeí corría sin sentir las espinas caídas de los palos borrachos, que se le incrustaban en la planta de los pies. Tampoco sentía los rasguños de las ramas sobre sus brazos y su cara. En un momento de la persecución, sintió el grito agudo de un carayá. El quejido del simio lo hizo detenerse. Sintió cómo se distanciaba el carpincho por el crujir de las hojas. Estaba sumergido en la belleza de aquél lugar, nunca fue tan hermoso el Paraguay, nunca fue tan hermoso su hogar. Se vio los pies y los brazos llenos de sangre, se vio en la inmensidad. Se dejó caer, se dejó sentir. Un carpincho se asomó despacio, luego el otro apareció detrás de unos árboles. Los hermanos lo miraban fijo, quietos, endurecidos por alguna fuerza sobrenatural. Cuapeí no los podía ver, estaba perdido en el éxtasis de la selva. Los carpinchos saltaron sobre él y atacaron directo a sus manos. Le robaron los dones de la cosecha y la caza. Se los arrancaron con sus largos dientes. Cuapeí no sentía nada, sonreía al sentir el viento y el ruido de las hojas mientras los animales arrancaban a pedazos sus herramientas de vida. Se quedó recostado, aún extasiado, cuando todo había terminado. Inválido de cuerpo y alma.
Al otro día, nadie sabe cómo, Cuapeí apareció sin manos y sin razón cerca de donde estaba asentada la tribu. Nadie pudo explicar lo ocurrido. No volvió a despertar de ese sueño en el que quedó inmerso desde aquél día. Hoy Cuapeí es leyenda, cuando todo es verde.

martes, 22 de febrero de 2011

Pudor+Hedor+Dolor

“Tocame las tetas primero”

Era una extraña sensación la primera vez, lo sabía, desde el primer momento en que decidimos hacerlo. Qué tocar primero, dónde seguir después, ninguno era experto en el arte del sexo, ninguno era erudito en la ciencia de la excitación de cada sexo. Como si hubieran servido esas clases de ciencias naturales en cuarto grado, como si hubiera ayudado el sexólogo que fue a visitarnos en séptimo grado cuando a Paula le tocaron la cola y rozaron levemente con un meñique (dijo ella) las fronteras de su profundidad. Como si hubieran servido los videos que nos hicieron ver con dibujos deformados que no se asemejaban para nada a la realidad, que parecían trolls con colores humanos, que se veían asustados más que nosotros en ese momento.

“¿Así?”
“Sí, un poco más despacio”

Me acordaba en ese momento de vos, cuando exprimías esa naranja y me sentía culpable, quería rezar, quería pedir perdón por pensar que en vez de esa naranja me agarrabas a mí, me tocabas a mí así y rozabas tus labios así también, en mí. Pensaba con el amor que agarrabas la pelota cada vez que la ibas a acomodar para patearla, y sentía que tal vez, en ese pequeño momento, podría ser mi cabeza la que acariciabas, a la que acomodabas sobre tu barriga cada vez que llevabas el fulbo para jugar con los chicos en la canchita cerca del baldío. ¿Tan patético es comparar mi cabeza con una pelota para sentir una caricia tuya? Sí, patético. Me importaba? No. Fue mi etapa de fijación con las cosas redondas.

“¿Compraste los forros?”
“Sí, vienen con un gel, ¿querés probar?”
“Mmmm, no sé. De qué marca compraste?”
“Tulipán”
“Te dije que compres Prime”
“Mis viejos usan tulipán, pensé que con eso iba a estar bien”

Me acuerdo la primera vez que vimos con Pame un miembro masculino, informalmente llamado picho en nuestra localidad. Íbamos al cole, a eso de las ocho menos cuarto de la mañana. Veníamos hablando de un video de Papa Roach que nos causaba un poquito de impresión, cuando notamos que algo sobresalía por la ventanilla de un auto rojo. Era un tipo revoleando las caderas al ritmo de una música que no había. Ninguna de las dos pudo mirar detenidamente por la vergüenza que nos dio ese momento. Apuramos el paso, miramos fijo para adelante, nos olvidamos de lo que hablábamos. Recién cuando dejamos los útiles en el banco nos dimos cuenta de lo que había pasado. Fuimos a hacer fila para ver izar la bandera como si nada. Creo que hasta el día de hoy no verbalizamos ese momento.

“No no te apoyés así que me estás pellizcando”
“¿Así?”
“Sí, ahí está bien. Sacate la remera”

Siempre me acuerdo de mi vieja mandoneándome por todo, siempre me acuerdo de mi vieja revisando mis cosas, siempre me acuerdo cuando leyó cosas que no quería que lea. Era un diario en el que contaba cómo me habías besado ese día y cómo me había sentido. Me acuerdo que fue a la salida del cole, estábamos cerca de una casa en construcción mirando unos pilares cuando ya la situación era insostenible. De repente te me acercaste con toda la actitud de galán besador de princesas. Me pareció que usaste mucha lengua. Por ahí hubiera estado más bueno si me besabas con un poco más de dulzura al principio, en vez de largar con el beso afrancesado tan rápido. Ya desde ese momento me di cuenta de que no me gustabas. Mi mamá me decía que era caprichosa y mandona, que quería que todo se haga a mi modo.

“Esperate. Pará, pará”
“¿Qué?”
“Acariciame un poco más”

Sí, veo con claridad el día que hicimos las listitas de vagos que nos habíamos transado. ¿Cuántos había en mi lista? Dos. La de Pame tenía más de veinte y la de Romi unos 30. Yo tenía 2. Una transada producto del famoso juego de la botella, y la segunda fue con vos. Dos. Me acuerdo que estaba de moda hacerse aritos en la parte de la oreja donde cualquier arito que te ponías se enganchaba con la remera, la camisa, el pelo, y te sangraba la oreja, pero te ponías el palito de orégano para que no se cierre, y te ponías el arito de nuevo para volverlo a enganchar (salvo que usaras alguna argollita). Y que a todos los tipos de adornos que se perforaban en el cuerpo los llamábamos con sus diminutivos. A vos te parecía que el más sexy era el arito en la lengua. Ese sí que nunca me lo hice.

“Ya está, pará”
“¿Qué te pasa?”
“Me duele”

Un día vino Paula (la de la rozada de profundidades) y nos contó la primera vez que estuvo con su novio. Él era más grande, en todo sentido. Una tarde en la casa de él, ahí pasó todo. Ella había ido a tomar unos mates y dijo que todo fue inesperado, de casualidad, que así era mejor. Nos contó que dejó muchas manchas rojas en la sábana y que la mamá de él las tuvo que lavar. Ella no se enteró de esto, salvo al día siguiente que fue a verlo y él no estaba. La mamá la atendió y Pau vio que tenía unas sábanas en la mano. Me acuerdo que le había dicho, “Nena, me parece que tenés que hablar con tu mamá”. No la bancábamos mucho a Pau, era la época en la que usábamos la palabra “plaga” para referirnos a cualquier persona cuya presencia nos molestara. “Qué plaga esta mencha”. También usábamos la palabra “mencha”.

“¿Qué te pasa, che? ¿Estás bien?”
“Me pasa la adolescencia, pelotudo”

lunes, 14 de febrero de 2011

Mr Krinkle

1.
Bien podría haber nacido en Texas, lugar de la masacre. Bien podría decir por qué, Mr Krinkle.

2.
Se dice que su circo es infinito. Se dice que Mr Krinkle transporta a sus malabaristas y fenómenos del circo en su enorme barriga, que toca grandes melodías con su gran contrabajo. Por eso está arrugado Mr Krinkle. Mr Krinkle bien podría decir por qué.

3. a)
Mr Krinkle tragó la semana pasada unas siamesas que saltan la soga, con sus caras impasibles. Unas nenas simples, agradables, con vestidos de flores unidos al medio, hechos por su propia madre para que les quepan. Esa noche que Mr Krinkle se las llevó, ellas juntaban higos en el campo.

3. b)
En Junio, Mr Krinkle tragó una contorsionista de traje brillante, estaba bordando sus lentejuelas al sol. Los colores de las lentejuelas resplandecían sobre su cara, cuando las arrugas de Mr Krinkle taparon el sol.

3. c)
En septiembre, un hombre que hacía malabares sobre una soga, trataba de deleitar a la gente de la calle, sin éxito alguno. En un gran y oscuro callejón, se asomaba Mr Krinkle con su gran boca para devorar al hombre de la soga. Una niña pasó esa noche y encontró la sombrilla china del hombre. No llovía ni había sol. Bien podría decir por qué, Mr Krinkle.


3. c)
Un hombre pasaba por la calle prendido fuego, víctima de nadie sabía qué. No se sabía si era un espíritu, si era un hombre de verdad. Se juntaba con otro inadaptado del lugar, el hombre que escupía fuego. Los dos ya habían ocasionado varios estragos en la ciudad, prendiendo fuego cabezas de señoras, prendiendo fuego tiendas de ropa. Mr Krinkle pasó por la ciudad. Ellos no se resistieron. Cargaron sus bidones y fósforos, y se metieron voluntariamente a la enorme boca arrugada.

3. d)
En agosto, en un patio de una casa, un hombre musculoso levantaba pesas que él mismo había preparado con grandes latas, cemento y palos de madera. Le pareció raro escuchar un contrabajo cerca de su patio. Pensó que eran los vecinos. Él siguió con sus ejercicios muy tranquilo, adquiriendo cada vez más fuerza, transpirando, formando grandes aureolas en su pantalón diminuto de color fosforescente. El contrabajo se escuchó con más fuerza y Mr Krinkle cantaba “Dime por qué”. El hombre lo escuchaba y levantaba las pesas al ritmo de la música. Mr Krinkle se asomó y tragó hasta las pesas, lamiéndose las gotas de sudor que le quedaron en los labios.

3. e)
En enero pasó por un manicomio. Un hombre trataba de escapar en su diminuto monociclo. Los doctores y enfermeros ya no sabían cómo evitar que siga subiendo. No bastaba con ponerle el chaleco de fuerza, él buscaba la forma de subir y andar por los jardines. Ganaba velocidad en el monociclo y chocaba contra las paredes, tratando de atravesarlas. Un día, en su intento de escapar nuevamente a través de una pared, el hombre ve de repente, en frente suyo, una gran boca, y no duda en entrar.

4.
Y así fue, distintos meses, distintos lugares. El circo de Mr Krinkle no es como cualquier circo, el circo de Mr Krinkle ofrece sus funciones sin costo, no se sabe dónde, y niños y madres desaparecen allí adentro. El circo de Mr Krinkle tiene raros fenómenos, que no saben hacer nada, sólo saben bailar al ritmo del contrabajo, perdidos cada uno en sus malabares. No saben hablar. No saben pedir ayuda. El circo de Mr Krinkle no es una gran carpa. Mr Krinkle elige detenidamente a cada participante del espectáculo. Nadie sabe dónde ensayan los fenómenos del circo. Sólo se sabe que Mr Krinkle los transporta en su gran barriga. Qué allí ellos se alimentan de lo que encuentran dentro. Qué allí, en vez de perder la razón, la ganan. Bien podría decir por qué, Mr Krinkle.

5.
Mr Krinkle baila.

6.
Bien podría decir por qué, Mr Krinkle.

viernes, 11 de febrero de 2011

Ya pasó la lluvia, es de noche, momento de animalitos danzantes...
Levantarse un día lluvioso y descubrir bandas como éstas puede ser peligroso.

Eterna tristeza y magia para una soledad que duele.

Casiotone for the Painfully Alone

Después

Sólo recordaba haber despertado con el claro de luna y con un dolor agudo en la pierna y la nuca. Se vio rodeada de paredes. El canto de los grillos se hacía escuchar desde un gran agujero negro y estrellado que tenía encima de su cabeza. En su muñeca llevaba puesto un reloj con flores que marcaba las 11:45. Trató, intentó, pero no pudo recordar. Ahí encerrada vio sus lastimaduras, vio sus manos y piernas llenas de tierra. Se quedó en la misma posición en la que estaba, con las piernas extendidas, su cuerpo recostado contra la pared. Analizó cada detalle alrededor suyo. No recordaba.
Vio su reloj, marcaba las 12:13.
Escuchó pisadas desde el fondo en el que se encontraba. Vio una cola asomarse, luego un hocico.  Era un zorro que andaba deambulando por ahí. El zorro clavó su mirada en ella y los dos se quedaron así. Ella le cantó canciones sobre papeles de colores que caían del cielo, sobre manos alzándose con la música, sobre remeras pegándose al cuerpo y unos ojos verdes que de lejos miraban tímidamente. Se quedaron allí por unos minutos hasta que el zorro se fue al oír una voz, una voz que gritaba un nombre.
Ella no dijo nada.
Se quedó dormida y, después, un haz de sol iluminó su torso. Se despertó por el calor. Se paró un rato, dio vueltas por la circunferencia de ese fondo. Contó las lombrices de la pared de raíces. Dio más vueltas mientras les cantaba canciones sobre una angustia de otoño, sobre oscuridades en su piel, sobre miradas de furia y cabellos castaños. Se sentó y miró fijo una de las raíces. La siguió y resolvió que eran las venas de unas ramas que se veían desde el fondo. El viento norte hacía que caiga tierra sobre su cara y ella la alzaba como si fuera un día de lluvia. Se sentó y escuchó un nombre, un hombre llamando desesperadamente a alguien. Una mujer.
Se preocupó.
Miró su reloj y ya eran las 3 de la tarde. Vio unas orejas blancas y largas que se asomaban. Vio los ojos rojos, luminosos, de un conejo.  Le cantó canciones sobre tardes de mates, sobre un rostro reluciente, sobre alegrías compartidas. Le cantó sobre noches impensables, noches de placer en carne viva, noches de círculos de lágrimas sobre su almohada.
Se recostó un rato y tapó sus ojos.
Escuchó de nuevo esa voz desesperada, llamando. Escuchó las pisadas cerca y vio la cara de aquel hombre, los cabellos castaños, los ojos tímidos. Se miraron y ella ya no pudo cantar. No cantaría nunca más. Él ya no la escucharía. Ella no dormiría en las noches de luna llena.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Cosa de prematuros



Juanita había nacido prematura, a los 5 meses de embarazo. Apenas la madre la recibió en sus brazos, supo que era una niña especial, ya que tenía ese preconcepto de que los niños prematuros son niños con ciertas particularidades que los diferencian de un niño común nacido en el noveno mes. Juanita había heredado los ojos de su abuelo paterno. La madre no se lo decía, ya que a la ausencia de su padre no la podía explicar, y con sólo mencionar la palabra padre o cualquier derivación de ella desataría una indagatoria de la niña. Era una niña muy lúcida y cariñosa. La belleza angelical de su madre se notaba en cada gesto de su fina carita.
Juanita iba a la escuela contenta, era una de esas niñas que disfrutaba del aprender. Pero no todo estaba bien. A Juanita siempre le costó hacerse amigos. Era tan bella que las demás niñas sentían muchos celos. Ella siempre era el centro de los comentarios de los profesores, de los padres, hasta de los porteros de la escuela y la gente que pasaba por la calle. Incluso los niños, que todavía no habían desarrollado su sexualidad lo suficiente como para sentir atracción al sexo opuesto, y que no conocían otro tipo de amor más que el edípico, la miraban anonadados, como si estuvieran bajo algún hechizo.
Juanita no se daba cuenta al principio, luego empezó a disfrutar ser el centro de atención, pero cuando vio que sólo conseguía miradas despectivas de las demás niñas, y que no podía tener de amigos a los nenes ya que se sentían demasiado avergonzados como para acercársele, la tristeza empezó a invadirla. Preguntaba siempre a su madre por qué había recibido la maldición de la belleza. Pedía todas las noches tener algún ojo torcido, una nariz prominente, una pera larga, para dar alimento a las críticas y ya no ser símbolo de la perfección, y así poder tener amigas. Juanita se levantaba y se miraba al espejo, pero nada de lo que pedía se cumplía. Con los ojos rojos e hinchados por el llanto iba caminando a la escuela. No se daba cuenta del cambio que empezó a haber en ella.
Una de esas mañanas en las que se levantó temprano, intentó ponerse una remera, pero el cuello no le pasaba por la cabeza. La madre tuvo que descoser un poco la remera para que su cabeza pase.  En la escuela tampoco se daban cuenta. Todas las veces que iba a ponerse la ropa tenían que descoserle el cuello. Hasta que llegó un día que la situación era ineludible. A Juanita le estaba creciendo la cabeza.
La mamá empezó a tomar medidas para ver qué pasaba, cuánto crecía, y contó 1 cm cada tres días. La sometieron a incontables estudios. De nada servía. Parece que el destino se burlaba de Juanita. La cara era tan amplia que sus rasgos perfectos eran aún más notables. Era una amorfía bella. La cara de Juanita ya medía 80 cm de largo y 40 cm de ancho. De a poco en cuello blanco fue desapareciendo bajo su enorme cabeza. Ya las nenas y nenes de la clase la miraban con terror. Los sentimientos que despertaba Juanita eran contradictorios; tenía una cabeza enorme, pero su belleza aún era cautivante. Ahora ya nadie se quería acercar, sentían miedo de mirarla. La gente en la calle bajaba la vista, porque consideraban de mala educación observarla con miradas atónitas al contemplar las dimensiones de su semblante. El cuello de Juanita ya había desaparecido, sólo los hombros y la espalda podían aguantar semejante peso. Fue en ese momento en que la cabeza dejó de crecer. Se había quedado en 1 m x 45 cm.
A ella no le avergonzaba en lo más mínimo. Ya no lloraba antes de ir al colegio. Lo único molesto era que a veces tenía que sostenerse la cabeza con las manos, ya que tanto peso le contracturaba la espalda. Cuando estaba cansada la señorita le dejaba apoyar la cabeza sobre la mesa así descansaba. Una de las etapas más trágicas fue la de la pubertad. Los granos de Juanita eran grandes bolas amarillas de pus que amenazaban con estallar en cualquier momento, y Juanita tenía que ir a la escuela con un vaso y una toalla para evitar que el pus le chorreara por la interminable cara. Las cremas anti-acné salían caras, y Juanita necesitaba medio pote de crema  cada noche para hacerse el tratamiento. La madre no tenía dinero para pagar esas cremas, entonces Juanita siguió llevando el vaso y la toalla. Cuando se resfriaba llevaba un toallón, ya que para parar los mocos no era suficiente ni pañuelitos, ni papel higiénico, ni un rollo de cocina, y el toallón absorbía más. A pesar de esos pequeños cuidados que debía tener, la vida de Juanita era normal.
El tiempo pasó y la gente del pueblo se acostumbró a ella. Incluso cuando un grupo de profesionales de la moda fue al pueblo a hacer castings, contrataron a Juanita como modelo de cara. Juanita posó para las marcas de cremas y de maquillaje más prestigiosas del mundo, y a ella le venía bien, ya que no sólo le pagaban bien por el trabajo, sino que le regalaban kilos y kilos de cremas y maquillaje que antes ella no podía comprar. Juanita fue un ícono de la belleza, y su enorme cara fue reproducida en un busto que le hicieron en el pueblo y que colocaron en la plaza principal, frente a la iglesia. Fue nombrada ciudadana ilustre del lugar. En las fotos caseras era inevitable cortarle un poco la cabeza. Juanita se casó, tuvo hijos y nietos. Ataúdes como el de Juanita no se verán nunca en la historia.