martes, 22 de febrero de 2011

Pudor+Hedor+Dolor

“Tocame las tetas primero”

Era una extraña sensación la primera vez, lo sabía, desde el primer momento en que decidimos hacerlo. Qué tocar primero, dónde seguir después, ninguno era experto en el arte del sexo, ninguno era erudito en la ciencia de la excitación de cada sexo. Como si hubieran servido esas clases de ciencias naturales en cuarto grado, como si hubiera ayudado el sexólogo que fue a visitarnos en séptimo grado cuando a Paula le tocaron la cola y rozaron levemente con un meñique (dijo ella) las fronteras de su profundidad. Como si hubieran servido los videos que nos hicieron ver con dibujos deformados que no se asemejaban para nada a la realidad, que parecían trolls con colores humanos, que se veían asustados más que nosotros en ese momento.

“¿Así?”
“Sí, un poco más despacio”

Me acordaba en ese momento de vos, cuando exprimías esa naranja y me sentía culpable, quería rezar, quería pedir perdón por pensar que en vez de esa naranja me agarrabas a mí, me tocabas a mí así y rozabas tus labios así también, en mí. Pensaba con el amor que agarrabas la pelota cada vez que la ibas a acomodar para patearla, y sentía que tal vez, en ese pequeño momento, podría ser mi cabeza la que acariciabas, a la que acomodabas sobre tu barriga cada vez que llevabas el fulbo para jugar con los chicos en la canchita cerca del baldío. ¿Tan patético es comparar mi cabeza con una pelota para sentir una caricia tuya? Sí, patético. Me importaba? No. Fue mi etapa de fijación con las cosas redondas.

“¿Compraste los forros?”
“Sí, vienen con un gel, ¿querés probar?”
“Mmmm, no sé. De qué marca compraste?”
“Tulipán”
“Te dije que compres Prime”
“Mis viejos usan tulipán, pensé que con eso iba a estar bien”

Me acuerdo la primera vez que vimos con Pame un miembro masculino, informalmente llamado picho en nuestra localidad. Íbamos al cole, a eso de las ocho menos cuarto de la mañana. Veníamos hablando de un video de Papa Roach que nos causaba un poquito de impresión, cuando notamos que algo sobresalía por la ventanilla de un auto rojo. Era un tipo revoleando las caderas al ritmo de una música que no había. Ninguna de las dos pudo mirar detenidamente por la vergüenza que nos dio ese momento. Apuramos el paso, miramos fijo para adelante, nos olvidamos de lo que hablábamos. Recién cuando dejamos los útiles en el banco nos dimos cuenta de lo que había pasado. Fuimos a hacer fila para ver izar la bandera como si nada. Creo que hasta el día de hoy no verbalizamos ese momento.

“No no te apoyés así que me estás pellizcando”
“¿Así?”
“Sí, ahí está bien. Sacate la remera”

Siempre me acuerdo de mi vieja mandoneándome por todo, siempre me acuerdo de mi vieja revisando mis cosas, siempre me acuerdo cuando leyó cosas que no quería que lea. Era un diario en el que contaba cómo me habías besado ese día y cómo me había sentido. Me acuerdo que fue a la salida del cole, estábamos cerca de una casa en construcción mirando unos pilares cuando ya la situación era insostenible. De repente te me acercaste con toda la actitud de galán besador de princesas. Me pareció que usaste mucha lengua. Por ahí hubiera estado más bueno si me besabas con un poco más de dulzura al principio, en vez de largar con el beso afrancesado tan rápido. Ya desde ese momento me di cuenta de que no me gustabas. Mi mamá me decía que era caprichosa y mandona, que quería que todo se haga a mi modo.

“Esperate. Pará, pará”
“¿Qué?”
“Acariciame un poco más”

Sí, veo con claridad el día que hicimos las listitas de vagos que nos habíamos transado. ¿Cuántos había en mi lista? Dos. La de Pame tenía más de veinte y la de Romi unos 30. Yo tenía 2. Una transada producto del famoso juego de la botella, y la segunda fue con vos. Dos. Me acuerdo que estaba de moda hacerse aritos en la parte de la oreja donde cualquier arito que te ponías se enganchaba con la remera, la camisa, el pelo, y te sangraba la oreja, pero te ponías el palito de orégano para que no se cierre, y te ponías el arito de nuevo para volverlo a enganchar (salvo que usaras alguna argollita). Y que a todos los tipos de adornos que se perforaban en el cuerpo los llamábamos con sus diminutivos. A vos te parecía que el más sexy era el arito en la lengua. Ese sí que nunca me lo hice.

“Ya está, pará”
“¿Qué te pasa?”
“Me duele”

Un día vino Paula (la de la rozada de profundidades) y nos contó la primera vez que estuvo con su novio. Él era más grande, en todo sentido. Una tarde en la casa de él, ahí pasó todo. Ella había ido a tomar unos mates y dijo que todo fue inesperado, de casualidad, que así era mejor. Nos contó que dejó muchas manchas rojas en la sábana y que la mamá de él las tuvo que lavar. Ella no se enteró de esto, salvo al día siguiente que fue a verlo y él no estaba. La mamá la atendió y Pau vio que tenía unas sábanas en la mano. Me acuerdo que le había dicho, “Nena, me parece que tenés que hablar con tu mamá”. No la bancábamos mucho a Pau, era la época en la que usábamos la palabra “plaga” para referirnos a cualquier persona cuya presencia nos molestara. “Qué plaga esta mencha”. También usábamos la palabra “mencha”.

“¿Qué te pasa, che? ¿Estás bien?”
“Me pasa la adolescencia, pelotudo”

1 comentario:

  1. Buenísmo Fabi! Qué bueno que te animaste a compartir...
    Me pareció un texto muy fresco. Pienso en una albahaca en este momento y no tiene mucho que ver con el texto. O si? Bueno, vos la cachai.

    Espero que vengan más!

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