El 3 de agosto de 1887 cayó un meteorito al lado de la choza de Cuapeí. No era un gran meteorito, simplemente algo que a Cuapeí le pareció ser una roca que salió desprendida de la tierra, arrojada con furia desde abajo por Ñanderú, el Gran Padre, el Creador. Arrojada desde el suelo, para que se elevara hasta el cielo de los dioses, se encendiera en el camino, y al caer, perforara la cabeza de Tuepá.
Tuepá era un joven que vivía en la choza de al lado, era amigo de Cuapeí. Los dos habían nacido y crecido juntos, sentían un gran afecto por lo compartido, pero sabían que sus almas eran distintas. Tuepá tenía el alma del Yaguareté, violenta y cruel. Cuapeí, alma de colibrí, benévola y generosa. A pesar de estas diferencias naturales, la amistad nació en ellos, y con el tiempo Cuapeí pensó que podría llenar de bien el alma de Tuepá. Pero las últimas reacciones de Tuepá habían demostrado que no hubo influencia alguna en su personalidad. Tuepá había sido un desagradecido y descarado con el Creador. Como buen cazador, sabía que debía matar por lo justo y necesario, pero su naturaleza lo llevó más allá.
Una tarde en la que salieron a recolectar frutos, habían ido a refrescarse al río un rato. Tuepá vio una familia de carpinchos agazapada entre unas rocas al costado del río y se acercó. El carpincho salió asustado cuando los vio acercarse, y dejó en descubierto sus tres crías. Tuepá agarró una de ellas, la observó fijamente a los ojos. La cría chillaba y quería soltarse. Tuepá agarró su cabeza y la cortó, como si estuviera cortando un mango recién maduro. Cuapeí quedó sorprendido ante lo que había hecho, le preguntó a Tuepá por qué lo hizo, le dijo que no mató a ese animal por necesidad, y que debía rezar a Ñanderú por esa alma que se había robado. Debía pedir perdón. Tuepá tiro el cuerpo y la cabeza de la cría al suelo, al lado de los demás carpinchos. Miró a Cuapeí y siguió hasta la orilla del río a limpiarse las manos que tenían la sangre caliente del carpincho.
A la mañana siguiente Cuapeí estaba en la choza de Tuepá, mirando el cuerpo y el hueco en el centro de la cara de su amigo que ya había dejado de humear. Era temprano y Tuepá estaba durmiendo cuando Ñanderú tomó revancha. Cuapeí miró a Tuepá paralizado por un momento, y luego salió corriendo. La desesperación le dio velocidad suficiente para escapar de lo que había ocurrido. Emitía sonidos raros al correr. No podía mantener el ritmo de su respiración. A pesar de que tenía tensionados los brazos para impulsarse, su cuerpo temblaba, entero. En un momento no pudo controlar sus movimientos. Tropezó torpemente y cayó al suelo. Abrió los ojos. Todo era verde. El chaco paraguayo se mostraba en su máximo esplendor. La sequía había cesado hace sólo algunos días y los pastizales se levantaban hasta tapar el cuerpo caído de Cuapeí. Se quedó tirado un tiempo. Sintió su pecho, exaltado. Creyó sentir lo mismo de la tierra, sintió temblar el suelo fresco. Cerró los ojos y empezó a llorar como nunca lo había hecho. Se sintió avergonzado de haber desafiado a su padre, y empezó a sentir el miedo de haber sido cómplice y lacayo de un despiadado sin causa. Sintió el miedo de la venganza del Creador. Ahora era su turno.
Se levantó rápido del suelo y observó a su alrededor, miró cada piedra que había en el suelo, las ramas de los árboles, levantó la vista hacia el cielo. Luego fue corriendo hasta la choza de Tuepá a agarrar la piedra maldita. Cuando entró, el cuerpo de Tuepá ya no estaba dentro, lo habían sacado para enterrarlo, y se podía ver el hueco en la tierra, justo donde estaba apoyada su cabeza. Metió su mano y sacó el meteorito, el arma del castigo. No era una roca cualquiera. Tenía otro peso y un color extraño, y olía a algo que nunca había olido. Resolvió que ese era el olor de la furia infernal de Ñanderú. Recordó los castigos que su tribu había recibido de su Padre. Recordó el calor agobiante de aquél verano que redujo a un arroyo el gran río Paraguay, las heladas que congelaron los pocos cultivos de batata, mandioca y zapallo de aquel invierno, los diluvios que inundaron sus chozas de madera y barro en la ribera. Todas esas inclemencias de la naturaleza habían dejado una enseñanza en su tribu, habían purgado un pecado de su comunidad y les había dejado en claro que era Ñanderú quien decidía su destino. Pero ninguno de estos castigos fue tan fatal ni trágico como el que había ocurrido a sólo unos metros de su hogar. Cuapeí conocía la muerte, pero nunca la vio en esta forma. Nunca pensó que vería este tipo de muerte tan violenta, en manos del ser más bondadoso. Nunca pensó que las acciones de un simple hombre podrían haber despertado semejante furia.
Sostuvo el meteorito por unos minutos, luego lo dejó en el suelo, y en posición fetal rezó a llantos. Con los ojos cristalizados observó el meteorito por última vez. Decidió llevarlo encima toda la vida para recordar lo que había pasado y lo que le podía llegar a pasar. Anduvo perdido durante muchos días. Después de la muerte de su amigo Cuapeí no tenía con quién compartir el descubrir del mundo. Iba solo a cazar y su distracción no le permitía concentrarse en su objetivo, ni ser sigiloso, ni observar con atención. Estaba más preocupado por todo aquello que lo rodeaba, los pequeños ruidos que escuchaba, los ecos que resonaban en la selva. Sólo por un tiempo decidió superar ese miedo a Ñanderú y salir a hacer sus tareas de indio Guaraní, de indio cazador y cosechador. Pero luego de un tiempo se dio cuenta de que de nada servía, ni siquiera podía cortar una fruta, sus ojos se perdían en la profundidad del cielo, e imaginaba las cosas que allí arriba podrían haber estado ocurriendo, veía la mirada acusadora de su Padre en cada rincón de nube, sentía su rencor en cada batir de alas, en cada movimiento de ramas y hojas. De nada le servía estar dentro de la choza tampoco, la ira de Ñanderú había entrado perforando la vida de Tuepá, en su propio hogar. Las noches de tormenta se volvían desesperantes para él, no aguantaba el sonido de las gotas gordas que chocaban contra la paja del techo y el barro de las paredes. Ese miedo que empezó esa mañana del castigo se había implantado en él para quedarse. Una noche pensó en volver al río, donde todo aquello había empezado. Tal vez allí encontraría alguna señal de su dios que le indique lo que debía hacer para redimirse.
A la mañana siguiente se acercó al mismo hueco entre las rocas donde habían visto a los carpinchos. No había nada, ni siquiera los restos del carpincho decapitado. Se sentó a la orilla del río y observó el brillo de las aguas del río Paraguay. Todavía se sentía el viento fresco del amanecer, y el sol salía de entre los pindós y los mbocayás, y se mimetizaba con las flores amarillas de los yvyra pytá. Admiró la belleza de su lugar de otra forma esta vez. Algo en él había . Mientras miraba al horizonte sintió unos ruidos detrás de él. Se dio vuelta exaltado, y vio dos carpinchos, no tan grandes. Los miró fijamente, como lo había hecho en su momento Tuepá. No estaba equivocado, sabía que eran los carpinchos a los que Tuepá salpicó con la sangre de su propio hermano. Los carpinchos se quedaron quietos por un momento, con los ojos sobre Cuapeí, y luego de que él hizo un movimiento para acercárseles, salieron corriendo entre los yuyos. Cuapeí corrió detrás de ellos, buscando su señal. Uno de ellos se adentró en la selva y Cuapeí lo siguió en su ceguedad. El animal se escurría entre las raíces de los árboles mientras Cuapeí corría sin sentir las espinas caídas de los palos borrachos, que se le incrustaban en la planta de los pies. Tampoco sentía los rasguños de las ramas sobre sus brazos y su cara. En un momento de la persecución, sintió el grito agudo de un carayá. El quejido del simio lo hizo detenerse. Sintió cómo se distanciaba el carpincho por el crujir de las hojas. Estaba sumergido en la belleza de aquél lugar, nunca fue tan hermoso el Paraguay, nunca fue tan hermoso su hogar. Se vio los pies y los brazos llenos de sangre, se vio en la inmensidad. Se dejó caer, se dejó sentir. Un carpincho se asomó despacio, luego el otro apareció detrás de unos árboles. Los hermanos lo miraban fijo, quietos, endurecidos por alguna fuerza sobrenatural. Cuapeí no los podía ver, estaba perdido en el éxtasis de la selva. Los carpinchos saltaron sobre él y atacaron directo a sus manos. Le robaron los dones de la cosecha y la caza. Se los arrancaron con sus largos dientes. Cuapeí no sentía nada, sonreía al sentir el viento y el ruido de las hojas mientras los animales arrancaban a pedazos sus herramientas de vida. Se quedó recostado, aún extasiado, cuando todo había terminado. Inválido de cuerpo y alma.
Al otro día, nadie sabe cómo, Cuapeí apareció sin manos y sin razón cerca de donde estaba asentada la tribu. Nadie pudo explicar lo ocurrido. No volvió a despertar de ese sueño en el que quedó inmerso desde aquél día. Hoy Cuapeí es leyenda, cuando todo es verde.
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