miércoles, 16 de septiembre de 2020

Julio

 Julio, tu kiosco estaba debajo del edificio donde yo vivía. Julio, es por vos que siempre elegí vivir en edificios donde haya un kiosco abajo. Fuiste vos, Julio, mientras sorbías el tereré infusionado con hojas de mango, quien me llamó por mi nombre cuando pasé corriendo por la vereda, cuando escapaba de esos pendejos que querían explotar las bombuchas manzanita contra mi cuerpo. Me viste venir y gritaste Lore, y abriste la puerta de vidrio para que entrara al kiosco. Los mitaíses me miraban de afuera enfurecidos, con las manzanitas en las manos, porque el carnaval era de la calle y los interiores estaban vedados. Mi cuerpo temblaba porque podía sentirlas todavía contra la piel, donde la sangre implosionaba para mancharme con ciruelitas las piernas, unas circunferencias perfectas que llevaría marcadas durante todo el carnaval, algo inaceptable para bailar en la comparsa. ¿Porque qué mujer puede bailar sonriendo con la piel amoratada? Lore, me dijiste, entrá rápido y te dije Gracias. Tomate un tere, sonreíste y me pasaste la guampa fría que cortó el calor en mi garganta. Tu kiosco era un anaquel con golosinas, una repisa con cajas de puchos, un estante de hierro con papas fritas y dos heladeras con gaseosas. En el medio, acomodabas dos sillas donde te sentabas a ver derretirse la siesta a través de los ventanales, con el tereré en mano y la radio sintonizada al rock. Qué sabía yo, con mis 12 años, que eso hablaba de cómo te enfrentabas a la vida. Me hiciste una seña para que me sentara en la silla. Se me pegaban las piernas sudadas al plástico que la recubría. No se van a rendir estos pibes, decías, mientras apuntabas a la vereda del frente, donde el grupete esperaba a que saliera para acribillarme a bombazos. Estábamos ahí sentados, en medio del kiosco vidriado que antes fue una oficina, estrecha y aburrida, ahora pintada con los colores de los envoltorios de golosinas. La luz atravesaba el vidrio caliente y sentí la lupa de Dios sobre mi cara. Dicen que el cuerpo siempre reacciona antes que la mente, por eso la entrepierna me sudaba, por eso Dios sabía lo que me estaba pasando. Estábamos los dos detrás de las vidrieras del mundo, de esas que los perros bendicen con sus meadas en las esquinas. Cuando te pasé de vuelta el tere, Julio, pude ver tus ojos, un contorno verdoso que se fundía en ámbar y concluía en un anillo rojo que bordeaba tus pupilas. Uh, qué buen tema, dijiste y te paraste a subirle el volumen a Pescado Rabioso. Tu cabello largo y negruzco tenía más volumen que tu cuerpo. Te miraba en el reflejo del ventanal moverte con pereza hasta la radio. Luego te vi meter la mano en los caramelos y elegir uno de cada color. Me los ofreciste antes de volver a pegar tu cuerpo a la silla. Eras también un niño y yo era muy pequeña para saberlo. Ahí dentro, la frescura del aire acondicionado me hacía sentir que todo era blanco en ese cubículo vidriado. Éramos las figuras coleccionables de aquel Dios que sabía lo que me estaba pasando, que me estaba enamorando. Me estaba enamorando de un chico que atendía el kiosco del padre, y que tenía unos 20 años. Me estaba enamorando de la puerta que me abrió ese chico para ayudarme a escapar de los golpes del carnaval, el carnaval que tan feliz me hacía, que me invitaba a bailar, pero que no paraba de marcarme algo más que el compás en el cuerpo. El rock se sentía bien, y vos, Julio, cantabas esta parte con los ojos cerrados.

No creas que ya no hay más tinieblas.

Tan solo debes comprenderla.

Es como la luz en primavera.


Julio, me explicabas las intenciones del Flaco en el uso del piano y el llanto, sin percatarte de que era una pendeja de 12 años. Me hablabas como a un par, y yo no podía hacer nada más que saborear el azúcar del caramelo en mi boca y asentir, porque habías creado un refugio para mí y en tu humildad no te diste cuenta. Mientras me explicabas la canción, fui cerrando los ojos y pensando en todas las cosas que tenía para contarte. Cuando desperté dije, Julio, dame un atado de puchos, que ahora me toca contar mi historia. Y una voz se proyectó desde aquella estrecha ventana enrejada para decir, por enésima vez, no me llamo Julio, querida. Y yo dije, sí, lo sé. Sé que no se llama Julio. Sé también que tengo 31 años, que no es carnaval, que estos moretones en mi cuerpo no son de bombuchas y que ya no bailo en la comparsa. ¿Porque qué mujer puede bailar sonriendo con la piel amoratada? Mis manos atravesaron las rejas para soltar el billete y agarrar el atado. Desde arriba, Dios miraba cómo me metía en aquella celda. Julio, ¿dónde estás? Por favor, abrí la puerta.