jueves, 7 de julio de 2011

Biografía de una higuera

La entrada de la casa de la nona estaba cubierta de parrales y plantas con nombres que me pronunciaron varias veces y no sé. Esta entrada era una leve pendiente de tierra que empezaba en la acequia y terminaba en la camioneta Dodge celeste de los 40. Más allá de la Dodge estaba el tanque de agua de repuesto, y al lado, una higuera agonizante. Yo sé que a mi prima nunca la llegué a conocer bien, solo tenía leves flashes de una lucidez infantil.

La nona siempre regaba las plantas a las 7 de la tarde porque era ese el momento en que la municipalidad dejaba utilizar el agua para eso, contribuir con la fotosíntesis de la flora. Siempre que iba hasta la higuera pasaba por la Dodge y la mojaba, sin querer, porque el espacio que dejaba la Dodge era angosto y no había forma de pasar tranquilamente sin salpicarla un poco. Y en parte lo hacía queriendo también, porque estaba harta de esa chatarra. Mi prima tenía nombre y vida de canción.

Y era en ese momento en que salía el nono, apenas escuchaba el bombardeo de gotas sobre la chapa. Se acercaba a gritarle a la nona que cómo iba a mojar la camioneta que con tanto esfuerzo compró, que tantas cosechas ya llevaba encima. Y mi prima tuvo muchos noviecitos; les daba besos a escondidas en el club, tenía 14 años, mientras que yo jugaba a las muñecas. Y quién sabe qué otras cosas más hacía ella. Se escuchaban grandes historias. Mi prima fumaba porro en camas ajenas. Mi prima lo ponía con la boca como ninguna. Mi prima tenía un piercing en un pezón. Pueblo chico, infierno grande.

Y como la nona peleaba a los gritos con el nono, y la conversación terminaba en “otra vez puchero, mejor hacete una pizza”, la nona se iba como tiro a la cocina a pelar las verduras para apaciguar aguas, calmar nervios, y poner todo en la olla a presión. Y el agua nunca llegaba a la higuera. Olvidada, seca. Yo sé que mi prima salía a las noches mientras yo dormía, pero no decía nada porque mientras estaba afuera meta besos, me comía sus chocolates.

El agua de la manguera no llegaba nunca a la higuera, nunca, ni un día. De vez en cuando llovía y daba algunos higos, que después se despedazaban por la piedra, y no había bombas en las nubes ni cruces de sal que los salven. El viento zonda la golpeaba, caliente, quemándola despacio. Volvía todos los años y estaba ahí. Agonizante. Un día mi prima se encerró en el baño, se arrancó los pelos y corrió rápido para escapar de todo, sin mirar al cruzar las calles.

La higuera siempre quiso ser dulce. La Dodge fue vieja en todos los tiempos. Mi prima anduvo con un gran señor que le compró anillos y cadenas destellantes, que lo opacaban todo, lo opacaban todo.