jueves, 23 de junio de 2011
Garúa
Toda gran lluvia presagiaba un corte de luz en aquella cuadra, por eso al equipo de EPEC no le pareció raro tener que transportarse a la mañana temprano hasta la Peredo e Independencia, después de la tormenta eléctrica que dejó unos cuántos árboles caídos y tres muertos.
Eran seis los asignados esta vez. Como era de costumbre hace ya un año, Gustavo Corrientes no llegaba aún a la central, así que directamente lo pasaron a buscar por su casa. Se completó el equipo. Gustavo subió a la camioneta con unos mates que traía preparados de su casa y siguieron camino hasta la manzana afectada.
Llegaron y levantaron una de esas compuertas que están sobre la vereda y que a muchos les da miedo pisar. Ya era un horario en la mañana aceptable para levantarse y muchos estudiantes de la cuadra se asomaron a sus ventanas tanteando la amplitud del corte. Algunos apuraban desde arriba a que se solucione el problema, otros se asomaban a ver lo que había debajo de esas compuertas que raras veces se abrían.
A través de una escalerita amarilla, el equipo se adentraba al mundo de cables y transformadores. Sacaban incontables herramientas de la camioneta. Las introducían al pozo. Entraban y salían, y Gustavo Corrientes acompañaba esta oxidada sinfonía cebando mates. Tomaba uno, pasaba otros y entretenía la vista con señoritas recién arregladas para ir a la facultad. Ahí sentado en la camioneta, veía también cómo garuaba. A pesar de que era temprano, se percibía la oscuridad de un atardecer. Gustavo miraba cómo rociaban el parabrisas esas gotas finas, recordaba que así fue aquel día, el día del accidente.
Un corte en Nueva Córdoba, un poste al que tuvo que subir, una explosión que lo hizo caer, golpe en seco con la cabeza y una fractura de cráneo de la cual salió gran parte de su cordura. Los diagnósticos del médico indicaban que Gustavo sobreviviría perfectamente a la fractura, pero que sufriría de varios trastornos de personalidad debido a que el golpe se localizó en el lóbulo temporal izquierdo. Le dijeron que probables consecuencias podrían ser la pérdida de la líbido, de la cual Gustavo se libró; la obsesión, factor que explicaba claramente su necesidad incipiente de mateína; la pérdida de sentido del humor, que se convirtió en extrema agresividad ante cualquier muestra de felicidad que reflejara cualquier ser a su alrededor, incluso el perro.
Gustavo nunca le hubiera levantado la mano ni su mujer ni a sus hijos. Nunca se hubiera tomado un mate, ni siquiera dulce. Nunca hubiera sido el último en llegar a su trabajo, ni el primero en hacer nada en los cortes de la Peredo e Independencia. Amaba a su familia. Odiaba los mates. Conocía de memoria el procedimiento para volver a activar la luz en esa manzana, conocía aquel pozo más que lo que ahora pasaba por su cabeza.
Hoy, ese día era ideal para ser vivido. Era el día perfecto de tristeza y amargura colectiva. Un día de lluvia, su mujer no andaría regando las plantas afuera y cantándoles, entonces no tendría sentido agarrarla del pelo para patearla en los costados, como cuando veía reflejada la alegría en su delicada cara bajo el sol. No escucharía a los chicos gritar desde el patio mientras estaban jugando, y no tendría que desconocerse ante aquellos ojos llorosos después de una gran paliza. Se podría preparar unos ricos mates y comer unas tortafritas.
Aquél era un buen día para vivir. Era un gran día para su existencia.
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