viernes, 11 de febrero de 2011

Después

Sólo recordaba haber despertado con el claro de luna y con un dolor agudo en la pierna y la nuca. Se vio rodeada de paredes. El canto de los grillos se hacía escuchar desde un gran agujero negro y estrellado que tenía encima de su cabeza. En su muñeca llevaba puesto un reloj con flores que marcaba las 11:45. Trató, intentó, pero no pudo recordar. Ahí encerrada vio sus lastimaduras, vio sus manos y piernas llenas de tierra. Se quedó en la misma posición en la que estaba, con las piernas extendidas, su cuerpo recostado contra la pared. Analizó cada detalle alrededor suyo. No recordaba.
Vio su reloj, marcaba las 12:13.
Escuchó pisadas desde el fondo en el que se encontraba. Vio una cola asomarse, luego un hocico.  Era un zorro que andaba deambulando por ahí. El zorro clavó su mirada en ella y los dos se quedaron así. Ella le cantó canciones sobre papeles de colores que caían del cielo, sobre manos alzándose con la música, sobre remeras pegándose al cuerpo y unos ojos verdes que de lejos miraban tímidamente. Se quedaron allí por unos minutos hasta que el zorro se fue al oír una voz, una voz que gritaba un nombre.
Ella no dijo nada.
Se quedó dormida y, después, un haz de sol iluminó su torso. Se despertó por el calor. Se paró un rato, dio vueltas por la circunferencia de ese fondo. Contó las lombrices de la pared de raíces. Dio más vueltas mientras les cantaba canciones sobre una angustia de otoño, sobre oscuridades en su piel, sobre miradas de furia y cabellos castaños. Se sentó y miró fijo una de las raíces. La siguió y resolvió que eran las venas de unas ramas que se veían desde el fondo. El viento norte hacía que caiga tierra sobre su cara y ella la alzaba como si fuera un día de lluvia. Se sentó y escuchó un nombre, un hombre llamando desesperadamente a alguien. Una mujer.
Se preocupó.
Miró su reloj y ya eran las 3 de la tarde. Vio unas orejas blancas y largas que se asomaban. Vio los ojos rojos, luminosos, de un conejo.  Le cantó canciones sobre tardes de mates, sobre un rostro reluciente, sobre alegrías compartidas. Le cantó sobre noches impensables, noches de placer en carne viva, noches de círculos de lágrimas sobre su almohada.
Se recostó un rato y tapó sus ojos.
Escuchó de nuevo esa voz desesperada, llamando. Escuchó las pisadas cerca y vio la cara de aquel hombre, los cabellos castaños, los ojos tímidos. Se miraron y ella ya no pudo cantar. No cantaría nunca más. Él ya no la escucharía. Ella no dormiría en las noches de luna llena.

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