jueves, 19 de noviembre de 2020

Latigazo

Una no se olvida nunca del abrazo tortuoso que da el primer corpiño. Y una madre, o una tía, o una prima que sufrió en primera persona el corte del elástico barato y la punzada certera de la luna de metal en la teta, no te advierte que esa camisa de fuerza adornada en puntilla, en encaje, en diseños de flores, te mutilará la niñez con el primer uso. Y lo peor es que a pesar de haberles descrito recién lo que por sus características se definiría como un push-up, un corpiño que de cierto modo te hace saltar unos cuántos escalones más de la inestable adolescencia a la madurez, y te llega a dar un aire de Lolita fatal al levantarte y arrumarte las tetas debajo de las remeras blancas y finas que se usan en las clases de gimnasia, esta no fue mi historia en particular, aunque así lo haya soñado. Ante la vista de mis pechos incipientes en las soleritas de verano, mi madre apareció un día en la puerta de mi habitación con un paquete transparente en la mano, donde había tres prendas bien dobladas que en un principio parecían bombachas. “Tomá, niña, que ya es hora”, me dijo y tiró sobre la cama la bolsa que crujía al tacto. Cuando despegué el plástico y saqué aquellos retazos de tela, llenos de frutas de todos los colores, intenté disimular mi felicidad. Eran mis primeros corpiños. De estilo deportivo, con unas delicadas puntillas en los ruedos y un elástico en la parte inferior con brillos dorados. Esperé a que mi mamá saliera de la habitación y salté frente al espejo. Me saqué la remera con apremio y metí los brazos por ese cóctel de colores que prometía darme un estatus de mujer en la escuela. La verdad era que todas ya usaban corpiños en mi clase, y yo era una de las pocas que acudía al aula con unos puntitos delatores que se asomaban por el guardapolvo y me llenaban de vergüenza. Ponía los cuadernos sobre mi pecho durante el camino a la escuela, me cruzaba de brazos en mi banco, esperaba a que todos los chicos del curso salieran al patio en el recreo, y cuando yo al fin salía del aula, no saltaba al elástico con mis compañeras por obvias cuestiones de gravedad. Pero ahora era mi momento. El algodón del corpiño acariciaba mi piel, enmarcaba mi torso, y verme casi desnuda frente al espejo era menos impactante y hasta más excitante que verme las tetas peladas. Ahora yo también escondía algo ante los demás, algo que me enorgullecía solo cuando estaba contenido en las telas que sugerían rellenarse con el paso del tiempo. Un corpiño era una promesa. Y al día siguiente, después del desayuno, me calcé el top de frutas, me puse la remera blanca de gimnasia, me envolví en el guardapolvo y salí corriendo con la mochila al hombro. Esto sería un anuncio importante. Cuando todos vieran que mis pechos estaban sostenidos debajo de mi remera, que ahora en vez de verse como dos picos temblorosos se lucían redondos y firmes, ya nadie me inventaría apodos, ni me insultaría o haría chistes infantiles sobre mi cuerpo. Algo sustancial estaba ocurriendo en mí, tanto más relevante que la menstruación, que pasó sin pena ni gloria, y que siempre amenazó con manchar la popularidad de una ante tanto blanco escolar. Algo más sutil pero contundente. La evidencia de que a parte de ser la narigona del curso, ahora era una narigona con tetas. Y con tetas bajo control, lo que demostraba que ahora me aferraba a las riendas de mi vida. Esperé ansiosa ese momento en que me sacaría el guardapolvo. Les revelaría a todos que yo era parte de algo muy grande que aún no podía entender, pero que lo sentía en mí, y no había nada más sublime que eso. Esperé con paciencia a que todos los chicos salgan a la canchita de volley donde jugábamos mixtos, un poco por la costumbre de esconderme de ellos y otro poco por hacer una gran entrada. Cuando me acerqué a la cancha con la entereza que me fue otorgada esa mañana, todos se detuvieron a mirarme. Al principio me hice la desentendida, no quería avergonzarlos con la soberbia de saberme ya madura. Pero el ambiente cambió en el instante en que Lucas se acercó al oído de Maxi para esconder palabras en un susurro. Todos los chicos empezaron a mirarme, cada vez con más obviedad, y largaron risotadas al aire en espasmos. Al principio intentaron disimular, pero tras el valor ciego que despierta una manada, las risas escalaron a carcajadas, hasta que todos se envalentonaron y terminaron apuntándome, uno por uno, sin decir nada, solo mostrándome sus dientes y sus lenguas degeneradas. “Amiga, se te trasluce todo el corpiño”, me dijo Nati cuando se acercó apurada, en un intento de cubrirme ante el desastre. Fui corriendo al baño. En el espejo descascarado, pude ver las frutas reflejándose debajo de la remera. Mis tetas seguían en punta. La tela era tan delgada que no me sostenía nada. El elástico fino donde se tensaba mi inseguridad dio el latigazo preciso que cortó la mañana.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Julio

 Julio, tu kiosco estaba debajo del edificio donde yo vivía. Julio, es por vos que siempre elegí vivir en edificios donde haya un kiosco abajo. Fuiste vos, Julio, mientras sorbías el tereré infusionado con hojas de mango, quien me llamó por mi nombre cuando pasé corriendo por la vereda, cuando escapaba de esos pendejos que querían explotar las bombuchas manzanita contra mi cuerpo. Me viste venir y gritaste Lore, y abriste la puerta de vidrio para que entrara al kiosco. Los mitaíses me miraban de afuera enfurecidos, con las manzanitas en las manos, porque el carnaval era de la calle y los interiores estaban vedados. Mi cuerpo temblaba porque podía sentirlas todavía contra la piel, donde la sangre implosionaba para mancharme con ciruelitas las piernas, unas circunferencias perfectas que llevaría marcadas durante todo el carnaval, algo inaceptable para bailar en la comparsa. ¿Porque qué mujer puede bailar sonriendo con la piel amoratada? Lore, me dijiste, entrá rápido y te dije Gracias. Tomate un tere, sonreíste y me pasaste la guampa fría que cortó el calor en mi garganta. Tu kiosco era un anaquel con golosinas, una repisa con cajas de puchos, un estante de hierro con papas fritas y dos heladeras con gaseosas. En el medio, acomodabas dos sillas donde te sentabas a ver derretirse la siesta a través de los ventanales, con el tereré en mano y la radio sintonizada al rock. Qué sabía yo, con mis 12 años, que eso hablaba de cómo te enfrentabas a la vida. Me hiciste una seña para que me sentara en la silla. Se me pegaban las piernas sudadas al plástico que la recubría. No se van a rendir estos pibes, decías, mientras apuntabas a la vereda del frente, donde el grupete esperaba a que saliera para acribillarme a bombazos. Estábamos ahí sentados, en medio del kiosco vidriado que antes fue una oficina, estrecha y aburrida, ahora pintada con los colores de los envoltorios de golosinas. La luz atravesaba el vidrio caliente y sentí la lupa de Dios sobre mi cara. Dicen que el cuerpo siempre reacciona antes que la mente, por eso la entrepierna me sudaba, por eso Dios sabía lo que me estaba pasando. Estábamos los dos detrás de las vidrieras del mundo, de esas que los perros bendicen con sus meadas en las esquinas. Cuando te pasé de vuelta el tere, Julio, pude ver tus ojos, un contorno verdoso que se fundía en ámbar y concluía en un anillo rojo que bordeaba tus pupilas. Uh, qué buen tema, dijiste y te paraste a subirle el volumen a Pescado Rabioso. Tu cabello largo y negruzco tenía más volumen que tu cuerpo. Te miraba en el reflejo del ventanal moverte con pereza hasta la radio. Luego te vi meter la mano en los caramelos y elegir uno de cada color. Me los ofreciste antes de volver a pegar tu cuerpo a la silla. Eras también un niño y yo era muy pequeña para saberlo. Ahí dentro, la frescura del aire acondicionado me hacía sentir que todo era blanco en ese cubículo vidriado. Éramos las figuras coleccionables de aquel Dios que sabía lo que me estaba pasando, que me estaba enamorando. Me estaba enamorando de un chico que atendía el kiosco del padre, y que tenía unos 20 años. Me estaba enamorando de la puerta que me abrió ese chico para ayudarme a escapar de los golpes del carnaval, el carnaval que tan feliz me hacía, que me invitaba a bailar, pero que no paraba de marcarme algo más que el compás en el cuerpo. El rock se sentía bien, y vos, Julio, cantabas esta parte con los ojos cerrados.

No creas que ya no hay más tinieblas.

Tan solo debes comprenderla.

Es como la luz en primavera.


Julio, me explicabas las intenciones del Flaco en el uso del piano y el llanto, sin percatarte de que era una pendeja de 12 años. Me hablabas como a un par, y yo no podía hacer nada más que saborear el azúcar del caramelo en mi boca y asentir, porque habías creado un refugio para mí y en tu humildad no te diste cuenta. Mientras me explicabas la canción, fui cerrando los ojos y pensando en todas las cosas que tenía para contarte. Cuando desperté dije, Julio, dame un atado de puchos, que ahora me toca contar mi historia. Y una voz se proyectó desde aquella estrecha ventana enrejada para decir, por enésima vez, no me llamo Julio, querida. Y yo dije, sí, lo sé. Sé que no se llama Julio. Sé también que tengo 31 años, que no es carnaval, que estos moretones en mi cuerpo no son de bombuchas y que ya no bailo en la comparsa. ¿Porque qué mujer puede bailar sonriendo con la piel amoratada? Mis manos atravesaron las rejas para soltar el billete y agarrar el atado. Desde arriba, Dios miraba cómo me metía en aquella celda. Julio, ¿dónde estás? Por favor, abrí la puerta.


jueves, 25 de junio de 2020

Puchos


No nos hablábamos desde que salimos de casa. Las cinco cuadras que atravesamos para ir hasta el supermercado estaban bañadas en la pelusa blanca que caía de los palos borrachos. Una cuadra antes de llegar, ella se detuvo ante una casa desocupada y se sentó en el escalón de entrada, entre papeles, hojas secas y vidrios rotos.
 —Dame un pucho.
Me dijo, y antes de meter la mano el bolso, me senté a su lado en silencio. Saqué la caja de cigarrillos y me encargué de prenderle uno. Sabía que dejarla hacer eso, con aquel viento sucio que nos hacía lagrimear, iba a llevarla al límite de la frustración. Le pasé el pucho encendido y me prendí otro. El humo se esfumaba rápido, nos atravesaba las cabezas.
—No podemos seguir así, sin hablarnos. Mañana te vas y quién sabe cuándo voy a verte de nuevo.
Me decía, mientras con la mano me sacaba una pelusa que se había enredado en mi cabello.
—Estás contenta, ¿no? ¿Esto era lo que querías, irte lejos de toda esta mierda?
Con la pelusa, se llevó unos tres cabellos más entre sus dedos, el ADN que me reclamaba. Los cabellos se retorcían como lombrices en sus manos por los azotes de las ráfagas, como aquellas lombrices lánguidas que sacaba los fines de semana de su jardín.
—Mamá, no empieces.
Le dije, mientras me rascaba el cuero cabelludo justo ahí, de donde había tironeado la pelusa.
—Tantos años de limpiarte el culo me dan derecho a decirte lo que pienso, ¿no?
Empecé a juntar los pedazos de vidrio que estaban sobre el escalón. Intentaba rearmarlos, como a un rompecabezas. Mi mamá fumaba conmigo, de espaldas a esa casa vacía. Si forzábamos la puerta y nos metíamos ahí, y solo nos preocupábamos por fumar sin descanso, sin decirnos nunca nada, tal vez no tendría que irme de casa mañana. Esto era una ecuación simple. O nos mataba el pucho, o nos matábamos entre nosotras.
—Está bien que te vayas. Ya era hora. Pero entendé que no me hacés fáciles las cosas yéndote justo en este momento.
Giré la cabeza para observarla bien mientras me decía esto. Sabía con exactitud lo que haría después. Miraría a un punto fijo en el horizonte, que en este caso no sería más que el kiosko de enfrente, absorbería el filtro con una calma imposible en ella, para teñir el gesto de profundidad y reflexión, y se quedaría callada, porque en el silencio ella siempre encontraba aprobación.
—Mamá, no existe el momento correcto. No es el momento correcto para que me vaya. No es el momento correcto para que al tío le haya agarrado cáncer. No es el momento correcto para que dejes de fumar.
—Uno más, que ya no aguanto.
Dijo y frunció la cara, y se largó a llorar.
Al otro lado de la calle, el kioskero salió a baldear la vereda. El polvo se levantaba con fuerza entre nosotras, desde los planteros secos de aquella casa desocupada en donde estábamos atormentándonos. Mamá lloraba con la frente en alto, para que pudiera verla bien, para que todos los que por ahí pasaban pudieran escudriñar su dolor. Esto era todo lo que ella quería hacer, clavarme la culpa en el pecho, la culpa que había aprendido a usar en contra de todos los que la rodeaban. Así había aprendido a mantener a las personas a su lado, a los pocos que se habían quedado pegados en la telaraña de su neurosis. Me levanté y crucé la vereda. Le pedí al kioskero que me prestara el balde lleno de agua por un momento. Volví a la casa vacía y regué los planteros. Crucé dos veces más, llené dos veces más el balde, y regué las baldosas hasta aplastar todo el polvo que se levantaba y se nos metía en los ojos. Los colores empezaban a oscurecer alrededor nuestro. El agua se escurría hacia la acequia. Esta era la última vez, en toda mi vida, que hacía algo por ella.