Sonó el timbre en mi departamento y al principio no lo pude reconocer. Era muy raro que lo tocaran. Agudicé el oído y escuché después la puerta. Unos débiles golpes. La abrí y vi que era la vecina de al lado. Se llamaba Aurora. Siempre fue un poco gruñona, pero agradable cuando podías hablar un poquito más con ella a parte del pago de las expensas. Era la administradora del edificio hacía ya 30 años, pero estos años no habían venido solos y pronto le entregaron la administración a una agencia especializada en el asunto. La miré y tenía más surcada la cara. En la cabeza lucía una vincha que cortaba las canas, caídas en corte carré. No era su costumbre decirte “Hola” cuando te llamaba por alguna necesidad:
-Vení por favor, sacá a estas dos mujeres que están adentro de mi casa. No se quieren ir.
Pasé al departamento. Ya lo había visto en algunas ocasiones que entré a pagar unas cuentas o a ayudarla a cambiar un foco. Todo el ambiente estaba revestido de unos colores sepia, incluso ella. Sentía un aroma a antaño, y se podían escuchar risas, en su momento tan fuertes, que aún retumbaban en ese mínimo espacio. En todas las esquinas había papeles apilados, cartas viejas, impuestos, libretas con nombres y teléfonos. Predominaba el decorado de los años 50 que había llegado a ese departamento para quedarse y que combinaba con la soledad de Aurora. Había bomboneras sobre muebles vetustos, caireles que colgaban de una pequeña araña, tulipas con forma de fuego alzadas por las lámparas.
Aurora entró casi arrastrándose por las paredes, sosteniéndose de cada rincón, y me miró perdida.
-Por favor, sacalas de acá, no se quieren ir.
Entré y miré por todos lados para ver si podía encontrar a estas mujeres.
-Están ahí. Llamé a la policía pero no vino. Les digo que se vayan pero me miran y no dicen nada.
Entré a su pieza, ya desesperanzada, porque ya sabía lo que me esperaba. No había nadie.
Aurora se asomó detrás de mí y apuntó a un rincón en la habitación.
-¡Ahí están! ¿No las ves?
Al verle los ojos llorosos traté de decirle que me iba a encargar de todo, que no se preocupe. La senté sobre un sofá, le puse un abrigo, peiné un poco sus canas y me fui.
Volví al departamento y me acosté un rato, todavía un poco aturdida por lo que había pasado. Pensaba si había comido, si estaba así hace mucho y yo no me había dado cuenta, si era posible que tenga algún familiar, porque nunca había visto que alguien la haya ido a visitar, ella siempre estaba sola. En estado de duermevela, vi dos mujeres que entraban a mi pieza. No me podía levantar. Se acercaron a mi cama y se sentaron en la punta. Me miraban fijo.
-Aurora no nos quiere escuchar, hablale vos, por favor.
Las veía un poco borrosas. Siguieron hablándome.
-Éramos sus amigas.
Tés, tortas y muchas cosas más eran las que compartían con Aurora, me contaron ellas. Todavía no podía definir sus caras. Me hablaban con un tono apacible, pero preocupado.
De repente, entre realidad y ensueño, sentí que salía de mi pieza y entraba al living de Aurora. Las vi a las tres sentadas en ese sofá donde la había dejado a Aurora hace un rato, con un saco de lana encima. Las tres tomaban el té con el meñique en alza. Era como presenciar una escena de Marie Antoinette, llena de colores pasteles y con bocas esbozando sonrisas soñadas. Me quedé allí pasmada, mirándolas en aquel momento lejano, escuchando lo que decían. La cara arrugada de esa mujer que encontré perdida esa mañana se había reacomodado en su lugar, en su juventud. Al contemplar aquel momento de té ante mí, pensaba…
Estabas hermosa Aurora. Todo el ambiente reluce en su color original y entre destellos contás tus historias articulando bien cada palabra.
Aurora contó a sus amigas sobre un hombre y suspiró un poco, un adorable cliché que cerró con un sorbo de té. Miró hacia donde estaba yo, parada en un rincón observando aquella escena, y en un instante en que pasaron imágenes sucesivas delante de mis ojos, me desplacé a otro momento en un pasado un poco más lejano.
Ahora ella estaba cocinando una sopa en la pequeña cocina de su departamento donde solo entraban las primeras dos letras de su nombre. Yo la observaba desde la puerta, un poco escondida.
Para vos era todo un sufrimiento cocinar…
Le expresé, pensando que tal vez me escuchaba, esa conclusión a la que había llegado al ver el menú y los escasos recursos en esa cocina.
Parecía un día cualquiera, pero no lo era. Aquella Aurora del pasado y yo nos enteraríamos de eso después.
Tenía mi mirada clavada en el desapego con el que cocinaba. Tiraba las verduras sin ganas y miraba, aburrida, el molino de sopa que ella misma armaba en la olla con el cucharón. Mi hipnotismo con aquella escena se rompió al ver que la mano de un hombre se asomó y se posó sobre la de Aurora. Las dos manos, una sobre la otra, revolvían esa sopa insulsa con el cucharón, mientras el calor del vapor empezó a desatar otras sensaciones. Aurora me miró en ese momento y me contó, con complicidad:
-No lo amaba, pero me acariciaba con suavidad las manos y los hombros cuando le cocinaba. Nos tocábamos en la cocina. Él me apoyaba contra la mesada y me dejaba suspendida en el aire, con su mano debajo de mí. Más de una vez se me quemó la cebolla que estaba rehogando. Eso nos daba un gusto amargo en la boca. Se llama Román.
Me desperté un poco sobresaltada. Vi que alrededor no había nadie. Trataba de comprender mejor esas imágenes que había visto, pero algo por dentro me decía que me levante de esa cama y que vaya a ver cómo estaba Aurora.
Toqué la puerta y no me atendía, entonces decidí pasar directamente. Escuché su voz, hablaba con alguien. Ella estaba sentada con las manos en las hornallas que hacía mucho no se usaban. Me miró.
-Hay que preguntarle al cura si va a atestiguar. Preguntale vos. No entiendo lo que me dice. Yo ya le dije todo a la policía. Él ahora tiene que hablar. Él sabe.
- ¿Qué es lo que sabe?
- Que Román no estaba conmigo cuando se incendió la cocina. Yo me había ido a la iglesia. Lo encerré ahí porque le dije que hasta que no me cocinara él, no lo dejaba salir. Solo fue un rato. Fui a confesarme y volví. Fue solo un ratito. Preguntale por favor al cura si va a atestiguar.
Esta vez la senté en la cocina. Le pregunté si no quería tomar algo, pero ella no tenía hambre. Le puse el saco. Me fui.
Cuando entré a casa sentía aún su esencia impregnada en mi ropa y hasta en mi piel. Ya era la medianoche y no podía dormir. Estaba viviendo su vida, ese mismo día. Su senilidad se transformó en mi conocimiento. Todos sus recuerdos se transfirieron a mi mente con solo haber entrado ese día a su casa. Tenía sed de su historia. Sentía que era mía.
Román. Fue casualidad haber adivinado ese nombre. O ese nombre traspasó las paredes que me dividían de Aurora.
Al otro día me levanté a trabajar. Prendí la computadora y me quedé mirando la pantalla un buen rato, con los ojos humedecidos y unas cuantas marcas de sábana en la cara.
En un día, mi vida se convirtió en la de otra persona.
Fui a la cocina a poner la pava para hacer unos mates, y mientras sostenía el mango, sentí una mano sobre la mía. Cerré los ojos y sentí cómo la mano bajó hasta mi vientre. Me acariciaba despacio. Estaba enredada entre esos brazos. Perdida. De repente me dio una puntada en el estómago. En un impulso abrí mi puerta y toqué la de Aurora, desesperada. Ya no esperé a escucharla ni que me diga que pase. Entré y la vi en el mismo asiento donde la había dejado, desnuda desde las caderas hasta los pies. Tenía los pezones erectos y se tocaba el vientre. Miré hacia abajo y sobre sus piernas caía sangre. Me miró sonriendo.
-Me dijo que mis manos eran locura.
-Aurora…
-Llamá a mi sobrina por favor. Elizabeth.
Dirigió la vista a la mesada. Vi una libreta con números de teléfono y busqué aquel nombre. Mientras hablaba con Elizabeth, hojeaba la libreta. Encontré una letra puntiaguda que no se asemejaba a la que se usó para anotar el resto de los nombres. Román. Sentí unos dedos sobre mi cabello y una respiración en mi cuello.
-Sus manos…
En la libretita anoté el nombre, Román, y formé varias palabras con esas letras:
Mano
Amor
Roma
Mora
Ron
No
Man