No nos hablábamos desde que salimos de casa. Las cinco cuadras que atravesamos para ir hasta el supermercado estaban bañadas en la pelusa blanca que caía de los palos borrachos. Una cuadra antes de llegar, ella se detuvo ante una casa desocupada y se sentó en el escalón de entrada, entre papeles, hojas secas y vidrios rotos.
—Dame un pucho.
—Dame un pucho.
Me dijo, y antes de meter la mano el bolso, me senté a su lado en silencio. Saqué la caja de cigarrillos y me encargué de prenderle uno. Sabía que dejarla hacer eso, con aquel viento sucio que nos hacía lagrimear, iba a llevarla al límite de la frustración. Le pasé el pucho encendido y me prendí otro. El humo se esfumaba rápido, nos atravesaba las cabezas.
—No podemos seguir así, sin hablarnos. Mañana te vas y quién sabe cuándo voy a verte de nuevo.
Me decía, mientras con la mano me sacaba una pelusa que se había enredado en mi cabello.
—Estás contenta, ¿no? ¿Esto era lo que querías, irte lejos de toda esta mierda?
Con la pelusa, se llevó unos tres cabellos más entre sus dedos, el ADN que me reclamaba. Los cabellos se retorcían como lombrices en sus manos por los azotes de las ráfagas, como aquellas lombrices lánguidas que sacaba los fines de semana de su jardín.
—Mamá, no empieces.
Le dije, mientras me rascaba el cuero cabelludo justo ahí, de donde había tironeado la pelusa.
—Tantos años de limpiarte el culo me dan derecho a decirte lo que pienso, ¿no?
Empecé a juntar los pedazos de vidrio que estaban sobre el escalón. Intentaba rearmarlos, como a un rompecabezas. Mi mamá fumaba conmigo, de espaldas a esa casa vacía. Si forzábamos la puerta y nos metíamos ahí, y solo nos preocupábamos por fumar sin descanso, sin decirnos nunca nada, tal vez no tendría que irme de casa mañana. Esto era una ecuación simple. O nos mataba el pucho, o nos matábamos entre nosotras.
—Está bien que te vayas. Ya era hora. Pero entendé que no me hacés fáciles las cosas yéndote justo en este momento.
Giré la cabeza para observarla bien mientras me decía esto. Sabía con exactitud lo que haría después. Miraría a un punto fijo en el horizonte, que en este caso no sería más que el kiosko de enfrente, absorbería el filtro con una calma imposible en ella, para teñir el gesto de profundidad y reflexión, y se quedaría callada, porque en el silencio ella siempre encontraba aprobación.
—Mamá, no existe el momento correcto. No es el momento correcto para que me vaya. No es el momento correcto para que al tío le haya agarrado cáncer. No es el momento correcto para que dejes de fumar.
—Uno más, que ya no aguanto.
Dijo y frunció la cara, y se largó a llorar.
Al otro lado de la calle, el kioskero salió a baldear la vereda. El polvo se levantaba con fuerza entre nosotras, desde los planteros secos de aquella casa desocupada en donde estábamos atormentándonos. Mamá lloraba con la frente en alto, para que pudiera verla bien, para que todos los que por ahí pasaban pudieran escudriñar su dolor. Esto era todo lo que ella quería hacer, clavarme la culpa en el pecho, la culpa que había aprendido a usar en contra de todos los que la rodeaban. Así había aprendido a mantener a las personas a su lado, a los pocos que se habían quedado pegados en la telaraña de su neurosis. Me levanté y crucé la vereda. Le pedí al kioskero que me prestara el balde lleno de agua por un momento. Volví a la casa vacía y regué los planteros. Crucé dos veces más, llené dos veces más el balde, y regué las baldosas hasta aplastar todo el polvo que se levantaba y se nos metía en los ojos. Los colores empezaban a oscurecer alrededor nuestro. El agua se escurría hacia la acequia. Esta era la última vez, en toda mi vida, que hacía algo por ella.